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Lo que todavía (les y nos) duele

Todavía algunas veces entre hinchas de Boca Juniors -es decir los que sentimos el fútbol de una manera única e intransferible- se contraponen esas dos instancias truculentas de nuestra historia. Una, ante la desgracia ajena; la otra, ante la propia.

Hablamos, a veces, muy pocas veces, porque como la cosa todavía duele en lo que nos toca, lo mejor, para algunos, entre los que me incluyo, es no abundar en el martirio de esos dos acontecimientos a la hora de medir cuál fue el peor, el más humillante, el más doloroso.

Entonces la cosa se reduce a: 1) La ignominia irremontable de irse a la B (River), el 26 de junio de 2011. 2: La inconmensurable desazón de perder la final de la Libertadores con el clásico rival, fatalidad ocurrida en Madrid, el 9 de diciembre de 2018.

No voy a andar contando acá esas conversaciones entre boquenses, no sólo porque pertenecen al ámbito privado sino porque hablar de ese tema, que siempre discurre en el tono de lo confesional (cuando se habla de verdad, no en el jolgorio coloquial del bar, sino en la íntima conversación donde cada uno de los mortales expone sus peores miserias, lo peor que hizo o que le han hecho).

Lo que sí puedo decir es que hay heridas que no cierran nunca. O sí, que pueden cerrarse, o empezar a cerrarse, sólo con un acontecimiento igual o superador. Sólo si Boca se fuera al descenso (cosa que nunca pasará), o sólo si se repitiera una final de la Libertadores con River y la ganáramos, la sutura habría de empezar a hacer su trabajo.

Sabemos que ambas cuestiones resultan harto difíciles que ocurran. La vida no sucede así. Y el fútbol, que es la vida misma, como juego, como relato mítico, como creador de ilusiones verdaderas, como ese único lugar del mundo que va quedando a salvo de la posverdad, la banalidad, a salvo de la Inteligencia Artificial y sobreviviendo a la tecno burocracia del VAR, el fútbol es hoy ese último refugio de la épica y de la solidaridad entre los hombres. Once tipos que tienen que cuidarse las espaldas, que deben salvar el error del compañero, que saben, en partidos así, como el de anoche, todo lo que se están jugando y que tienen, sobre todo, que dar la vara en lo más importante: estar a la altura de la historia.

Leía el otro día un reportaje al escritor Martín Kohan, célebre hincha boquense. Dijo que cuando Hugo Orlando Gatti, en 1976, le atajó el penal a Vanderley, tirándose a la izquierda y dándole a Boca su primera Copa Libertadores, él lloró. Yo tenía esa noche quince años y también estuve a punto del lagrimón. Martín debería andar por los once o doce años, esa edad donde alguien ya tomó una de las decisiones más importantes de su vida: de qué equipo será hincha. Con todo lo que ello implica, aunque nada de todo eso se sepa por entonces.

Irse a la B, por un lado, o perder la final en Madrid, por el otro, son traumas futboleros de los cuales, generalmente, no se vuelven. Duelen para siempre. O casi. En nuestro caso, en el mundo Boca, podríamos empezar a pasar la página si, en noviembre, ganamos la Copa en el Maracaná. Como cuando éramos chicos podemos decir que tenemos un arquero que es una maravilla. Y todo el mundo sabe que para ganar una Libertadores hay que tener un gran arquero y un 9 que meta los goles cuando hay que meterlos. El Pato Abbondancieri, Córdoba y Palermo están para siempre guardados en nuestra memoria, como Juan Román Riquelme, cuyo ángel pareció estar gambeteando en la cancha, anoche, frente al Palmeiras.

Una vez alguien que conozco y que mira el fútbol de costado, con un gesto suficiente, porque hay gente así -con las pasiones pasteurizadas- y se mofa de lo que se sufre, y en el fútbol todos los hinchas, los boquenses y el resto, sabemos que sufrir forma parte de la religión, cuando alguien una vez me dijo que no podía ser que un tipo que vive entre libros estuviera sopesando qué fatalidad dolió más o con cuál nos quedaríamos si pudiéramos elegir: el descenso para River o la derrota en Madrid para nosotros. En esa vulgar disquisición, además de revelar la señal irrefutable de un tipo elemental que debe tener sexo con las medias puestas, se revelaba otra carencia: la de la gente que no conoce el sufrimiento, que le es ajena la máxima tanguera del Polaco Goyeneche que yo, extrañamente para mi edad, cantaba a mis catorce años en el trayecto del Colegio San José hasta mi casa: que primero hay que saber sufrir. Tal vez (y solo tal vez) para nuestros primos, aquel gran dolor de irse a la B haya sido remedado, de alguna manera, con el gran ciclo de Gallardo, aunque sabemos bien que hay cosas que nunca se superan.

Nosotros, los boquenses, tenemos ahora una oportunidad que aparece muy a las perdidas, después de que un gran amor nos abandona: que se vislumbre otro romance en el horizonte para darle una mano al olvido. En el Maracaná, en noviembre, sabremos cómo sigue esta historia.

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