Artículos VOLVER

Eso que está y no se ve

Entonces, mientras pide los gustos del helado -pide chocolate y frutilla a la crema para él; dulce de leche y banana split para su mujer-, el tipo le pregunta al empleado de la heladería, si todavía vive el viejo Pepe.

Estamos, claro, en la Heladería Pepe, bajo los naranjos de Yrigoyen y el tipo, que apenas debe haber cruzado los cincuenta años, parece tocado por una emoción súbita.

-Ahora está Pepito -dice el empleado de la heladería, mientras carga primero el chocolate, luego la frutilla, pero daría la impresión que lo dice como para salir del paso, como un recurso propio de la biología: si el primero fue Pepe, el segundo debería ser Pepito, una suerte de sucesión lógica en la cadena de mandos familiar de la heladería.

Y le alcanza el helado. Y el tipo, mientras toma el vasito desde abajo, no cede en su catarsis melancólica.

-Porque acá al lado había un club... -dice.

A lo que empleado, que es una persona joven, no más de treinta, y que como buen empleado cumple con el signo de cordialidad ante todo, dice:

-¿Ah, sí?

-Sí, sí, el club Ramón Santamarina -dice el cliente.

Y es interesante notar cómo ha sido puntual en la evocación al mencionar al club, tal vez de sus amores, con el nombre y el apellido. El club Ramón Santamarina, ha dicho, con total certidumbre, como podría recitar su número de DNI.

Y ya con el par de helados, agradece la cordialidad del empleado de la heladería Pepe, y se sienta a una de las mesitas dispuestas en el interior de la heladería precisamente para eso, para que el cliente deguste su helado, mientras a su lado una mujer, seguramente su esposa, lo espera en silencio.

En esta instancia se abren dos opciones. 1) O el tipo y su esposa nacieron en la ciudad, se fueron y están de paseo, de vuelta, aprovechando el clima espléndido del fin de semana. O 2) Vienen poco al centro y ese reingreso a la atmósfera de la calle Yrigoyen transportó al hombre, un tanto súbitamente, al fondo del aljibe donde yace su pasado.

-Parece que el viejo Pepe no vive -le dice a su mujer.

-Y sería lógico. Pasaron como treinta o cuarenta años.

-Y que el club se fue al tacho nomás.

-¿Pero no te acordás que se fundió?

-¿Cuánto hace?

-Qué sé yo, como treinta años. O más.

-Tenés razón. ¿Qué picardía, no? Acordate que tenía el estadio de fútbol, la sede social, la Quinta Belén. Y la pileta de la Belén.

-¿Cómo no me voy acordar si ahí nos conocimos?

Terminan el helado, salen a la vereda. El tipo otea la calle, de un lado a otro.

-Mirá -le dice apuntando a la esquina de Yrigoyen con San Martín-. Ahí estaba la bicicletería de Juan Ruda.

-Cierto.

-Y enfrente, acordate, estaba El Imperial.

-¿El restaurante? ¿Ahí donde está la lencería?

-Sí, ahí mismo. El restaurante de Haydée, donde se comían las mejores milaneses de Tandil.

Caminan hacia la esquina. Ahora lo que ven es la fachada de Cantina Pink y la Lencería Dana.

El hombre queda petrificado, como si el rayo del recuerdo lo hubiera paralizado contra la vereda.

-¿Vos sabías quiénes comieron ahí?

-¿En la lencería? -dice la mujer.

-Sí, ahí mismo.

-Ni idea.

-Borges y Nicolino Loche.

-¿En serio?

-Tal cual. Borges y Loche, en 1967, con dos meses de diferencia. Fijate lo que son las cosas, en el mismo mes del mismo año dos glorias argentinas comieron en el Imperial. Loche había peleado esa noche en el Santamarina y después Paco Bermúdez y el viejo Vistalli lo llevaron a a comer al Imperial. Todavía no tenía ni idea que un año después, el 12 de diciembre de 1968, ganaría el título mundial de boxeo en Japón, en Toxio, frente a Fují. Cuando terminó de cenar se le acercó Arima Kakimoto, el japonés, que era el dueño del Hotel Imperial, con el libro de visitantes en la mano. Loche se lo firmó de buen grado, había comido como los dioses. Luego le preguntó a qué se debía el nombre del hotel Imperial. "Es por el imperio. Somos de Japón", le dijo Kakimoto. "Un país muy lejano", dijo Loche, tal vez por decir algo. Arima sonrió y, premonitorio, le dijo: "No tan lejano, señor Nicolino. La tierra del sol naciente está más cerca de lo que usted imagina". Y tenía razón. Un año después en Japón el gran Nicolino se consagraba campeón del mundo.

El hombre y la mujer se miran y buscan el lugar donde dejaron el auto. Suben, arrancan y se van. Por el espejo retrovisor alcanzar a ver, difusas en el espejo de la memoria, al heladero Pepe, al Santamarina quebrado, al viejo Ruda que alquiló treinta años esa esquina, la de la bicicletería de sus sueños y se tuvo que con una mano atrás y otra adelante porque no le renovaron el alquiler, y a la lencería donde las señoritas que atienden no tienen la menor idea de que allí Haydée cocinó las mejores milaneses del mundo, que Borges pidió un plato de arroz con un huevo duro y que Nicolino entrevió lo poco que le quedaba para viajar a Japón y convertirse en leyenda.

Fotografía: gentileza eldiariodetandil.com

APORTA TU PENSAMIENTO

Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.

Últimas noticias

Artículos

Zapatos

28/04/2021

leer mas

Historias

"Bon o Bon", a pedido

08/05/2021

leer mas