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Eso que va quedando

En ciudades más o menos chicas hay una realidad inmodificable: ni los medios de comunicación ganan elecciones, ni los políticos las ganan o las pierden en los debates. Lo que no se sabe es una cuestión cualitativa: ¿cuántos vecinos ayer vieron el debate por Abra TV y Ecotevé?

Esa pregunta, a diferencia de los 40 puntos de rating del último debate nacional, no puede ser respondida. Entra en el ítem No Sabe-No Contesta. Sin embargo, en el microclima de la política el debate tiene una importancia capital. De allí entonces que los candidatos tengan que absorber todos los grandes temas del mundo local (trabajo, producción, salud, medio ambiente y un largo etcétera) para exponerlo en 3 minutos.

Por eso, también, los candidatos leen. En el debate nacional ocurrió lo mismo, pero en esa instancia, en esa liga, leer es poco perdonable.

Leer le quita frescura a todo. Es un acto tan privado, la lectura, que sólo adquiere una dimensión de transferencia hacia la totalidad cuando se comparte en tanto ritual: el ritual de una clase donde una docente o un alumno leen un cuento, alguien que lee una historia para otros, en fin, un tipo que en la radio lee una narración (por ejemplo, los cuentos de Fontanarrosa o Soriano que leía Alejandro Apo y que por eso mismo luego derivó a los teatros). Esas lecturas públicas son de las pocas que se salvan del colapso, o sea de que inmediatamente la audiencia deje de prestar atención. Porque ya se sabe que lo único que no perdona el público es el aburrimiento.

Un ejemplo que lleva como dos mil años pero la Iglesia insiste: el cura que en la misa lee el sermón. ¿Por qué? ¿Para qué? Si ya a esa altura debe saber los evangelios de memoria, pero no: el cura lee en un tono tan monocorde y lacónico que cualquier palabra, hasta la de Jesús, cae por el precipicio del tedio aplastando al feligrés contra el banco de madera (los evangelistas entendieron mucho mejor este tema dándole un viso teatral, de espectáculo).

En medio del stress del momento, con la tele en vivo y el controlador del tiempo -el reloj en cuenta regresiva- a los candidatos no les queda otra que leer. Leer qué harán en obras públicas, qué harán en cultura, qué harán con las cloacas y el Parque Industrial, y no sólo eso, también qué hicieron y no sólo eso: también qué dijeron que iban a hacer los otros candidatos, en fin, la lectura como un crimen contra el entusiasmo, contra la frescura y, sobre todo, contra lo mejor que supone un debate si las reglas lo permitieran: el intercambio entre los participantes. Por supuesto que hay candidatos mejor dotados para la retórica, que hacen una diferencia con el resto, pero ni siquiera así pueden remontar la pesadez de la monotonía global, escénica, de atmósfera cero, porque, esencialmente, un debate define subjetividades: quién fue más rápido, quién dejó peor parado al otro, quién sabe o guitarrea, en fin, quién se lleva con el lenguaje en acción.

Entonces después de esa hora y media donde se produjo el debate y el mundo siguió andando como si nada, ¿qué queda? Queda lo absolutamente subjetivo y, sobre todo, queda el repentismo, el chispazo de ocurrencia que le vino a la cabeza a un candidato en medio del unánime bostezo. Queda, por ejemplo, la desopilante búsqueda de Rogelio Iparraguirre para agarrar dos grandes carteles de cómo estaba Villa de Lago en 2003 y 2023, los cuales había amuchado abajo del atril, en el piso. Queda él inclinándose para buscar los carteles -que al final mostrará al revés- pero a la vez luchando para que mientras se agachaba la cabeza no se le fuera de cámara, casi un gag gestual tan involuntario como el acelere nervioso de Miguel Lunghi, atragantado con las palabras y luchando contra el reloj de la cuenta regresiva que no le dejaba terminar una idea. Queda Gonzalo Santamarina, que cuando se aparta de la hoja donde tenía consignado qué hacer con la ruta 226, intenta, improvisando, describirla tropezando con sus "camiones estacionados y sus paperos", y con dos líneas más ya podía ir a un taller de stand up de Pepo Sanzano.

Y, como siempre, queda lo que no se planifica, lo espontáneo, lo que brota de la nada, o más bien, diría, de la experiencia de viejo zorro al que cuando lo corren con la edad y con la cantinela de sus veinte años de gobierno, mirando de costado a quién lo está corriendo le dice: "Rogelio, no me jubiles. Dejá que me jubile la gente". Queda el gag de contragolpe, lo que surge solito en un instante de modesta inspiración, queda, en suma, lo que no se lee: lo que nos viene a la lengua desde el fondo más remoto del cerebro. Queda lo que uno es y no lo que uno tiene que parecer que es.

Del resto hay una fuerte presunción de que mañana o pasado, a lo sumo, nadie recordará nada de lo que se dijo. Ni siquiera los candidatos.

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