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La Libreta y mamá

Todo lo que supo desde el día que le dijeron que estaba de nuevo embarazada, y todo lo que quiso y todo lo que esperaba, era que ese segundo hijo fuera un varón. Cargaba con el imperativo árabe: la hija mujer ya estaba y lo que tenía que llegar era la continuidad del apellido paterno. Un niño, algo que sólo podía asegurar un varón.

Así que cuando en el invierno del 61, de apuro, tan de apuro que esa criatura vino a nacer en el ascensor del Sanatorio Tandil (y no en la Sala de Partos, como nacían todos en esa época, incluido, cinco años atrás de la madrugada del ascensor, un bebé conocido como el "tandilense leve" que llegaría a presidente de la Nación), en ese lugar, entonces, en ese cubículo tan poco propicio para la palabra -a tal punto que si hay un género retórico o anti retórico bien podría denominarse como "Charlas de ascensor"-, allí mismo vine a nacer yo, para beneplácito de mi madre y, sobre todo, de mi padre, ser de cuya novelesca vida he escrito bastante y tal vez siga escribiendo.

Pero hoy domingo la madre ocupa toda la escena, no sólo por el acontecimiento que le dedica el comercio desde tiempos inmemoriales, sino porque no hay figura más omnisciente y omnipresente en la vida de un hijo que su madre. Porque el padre tiene otra dimensión, mítica, proyectiva, protectora, el padre es la autoridad, lo que jamás habrá de discutirse, y uno heredará esos rasgos, y se sabe que nadie sale indemne de la genética cultural, por decirlo así.

Con la madre -o al menos con las madres de nuestra generación- se originó el gran equívoco de los varones: muchos, en réplica de ese modelo de abnegación e incondicionalidad materna (tan apologizada por el tango), fueron por la vida buscando en la mujer amada la madre perdida, y así les fue. Un efecto espejo que no sólo es fatal para cualquier relación hombre-mujer, sino para la propia naturaleza de los vínculos. Así como ya no hay padres como mi padre, tampoco creo que haya madres como mi madre, con excepción de una regla moral que nos acompaña como legado: uno es padre para toda la vida. Como lo fueron nuestras madres y nuestros padres, al menos los que tuvimos la gran dicha de tener los viejos que tuvimos.

Mi madre era maestra y profesora de música, era muy culta, sus alumnos la adoraban, tocaba el piano con una elegancia como pocas veces vi, y sus manos, pequeñas, delicadas, iban y venían sobre las teclas, y hablaba dos idiomas a la perfección, el castellano y el árabe, y tenía el don de elegir cada palabra para cada frase, una maravilla dialéctica que no perdió ni siquiera en su vejez. Se casó con un hombre que la adoró, al que quiso y al que padeció. Era sociable, conversadora, muy femenina y trágicamente sufrida y heroica. Conté alguna vez que al otro día de sepultar a su hijo menor, de seis años, prendió el televisor y sirvió la merienda para los otros dos hijos, de nueve y once, que todavía debía criar, aun atravesada por un dolor imposible de imaginar y de describir.

Mariquita Musa, así la recuerdan cuando me hablan de ella, y pronto hará doce años que partió, fue la madre y todas las madres que pude tener.

Aun hoy, en los momentos más difíciles, la invoco a ella, como si al llamarla, al poner la palabra mamá en mi boca, al dejarla salir, apenas cuatro letras con dos vocales y consonantes idénticas, tuviera la certeza de que ella vuelve a estar acá, entre nosotros, para que nada malo nos pase.

En mi infancia y adolescencia el Colegio San José tenía una costumbre perversa: nos entregaba la Libreta de Calificaciones los viernes, para arruinarnos el fin de semana a quienes la llevábamos a casa con las peores notas del mundo. Yo fingía que me olvidaba de entregarla y ella fingía que no recordaba la llegada de la libreta. El lunes bien temprano, antes de salir para el colegio, le pedía que me la firmara, hasta que aprendí a falsificarle la firma perfectamente. Ella ya había empezado a comprarme libros para que yo pudiera desatar el nudo de mi sistema nervioso paralizado por una timidez atroz y aprendiera a expresarme, a leer, hablar y escribir como Dios manda. Leí todo lo que leí gracias a ella, y desde ese momento supe que nunca la escuela iba a enseñarme lo que yo quería aprender.

Sólo un repetidor sabe lo que significa el último día de clase, ese día en que perdés tus compañeros, tu foto en el cuadro de la promoción de egresados, tu lugar en el mundo. Esa mañana me acerqué a la cama matrimonial, me senté en el borde, de su lado, y le extendí la libreta y la lapicera. Mi suerte estaba echada con todas las materias que me había llevado e iba derechito a repetir tercer año, y yo pensé que ella recién ahí iba a enterarse. "Firmala vos que me sacás la firma calcada, negrito", me dijo.

Como siempre, lo sabía todo y estaba un paso adelante de todo. Firmé la libreta y me fui tranquilo al colegio. Ella, con su paciencia infinita y su prodigioso lenguaje, se encargaría de dulcificarle la mala noticia a mi terrible padre.

Todo está guardado en la memoria, mamá.

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