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Fotos que hablan

Si algo me gusta de la fotografía -y me dediqué a escribir porque nunca aprendí a sacar fotos- es el instinto del fotógrafo para gatillar en el momento justo, ni un segundo antes ni un segundo después. El fotón que ilustra esta nota, cuyo autor desconozco, condensa la atmósfera de un velorio y tal vez el gran hallazgo es lo que no aparece en el primer plano, lo que está sugerido precisamente por su ausencia: el muerto.

También, si uno mira más adentro de la foto, hay lo que rige la narrativa de todo funeral. Alguien sufre de verdad, alguien la compadece de mentira, los gestos de los demás son circunspectos, hay una congoja contenida de cara al personaje doliente y centralísimo de la escena: la mujer que parece llorar o llora sin lágrimas.

Pero claro, falta el muerto. ¿Dónde está? Está flotando en el aire entumecido, en el rigor mortis que exhibe la escena.

Hay también un destello oscuro, la última chispa, grisácea, como de ceniza, de lo que alguna vez fue un resplandor. Está en primer plano, abrazando a la mujer que llora, el hombre que inventó ese mundo, el Tandilense Leve, el Ideólogo del Cambio que, al no poder superar su propio duelo, el duelo de no poder volver a ser, decidió dinamitarlo todo: primero al Pelado Robótico, ausente en la foto (dato nada menor, por cierto) y luego a la mujer que después de agotar hasta la última molécula de energía para derrotar al calvo ausente, quedó desnuda allí donde un candidato no puede fallar: vacía de discurso, mal asesorada, tropezando con el lenguaje y, sobre todo, a contramano de lo que la sociedad reclamaba. No sabemos a quién se le ocurrió la idea peregrina de hacerla posar con la maqueta de una cárcel que llevaba el nombre de Cristina Kirchner, una idea estrafalaria y tan lejana a las urgencias domésticas pero imprescindibles de la sociedad que a gritos le pedía que le hablara del presente, del alquiler, de la comida, de las tarifas, del trabajo, de la inflación.

La vida es simple, mucho más simple de lo que parece. Y muchísimo más simple a la hora en que una persona se levanta un domingo, se viste y sale a votar.

La foto recrea un fin de época, pero también -y aquí está el gran hallazgo- la total y completa necesidad de agregarle un epígrafe. Hasta esta nota sobra. La foto lo dice todo. Por ejemplo, no hace falta describir el gesto adusto del gobernador de la provincia que no pudo ser, ni del engendro de la derecha, al fondo, diputado, personaje violento si los hay: su cara, su mandíbula apretada, su mirada torva contiene el rencor elevado a la potencia que imprime la derrota.

Desde la izquierda aparece un brazo extendido, el del compañero de fórmula de la candidata, una mano que pretende envolver con una caricia protectora el pelo de la mujer derrotada, y a su lado tal vez la más expresiva de todas las caras, la de la ex gobernadora, llamada Hada Buena por sus adversarios y Maru por sus amigos, que, incómoda y algo consternada, mira de soslayo en simultáneo a la candidata y al Tandilense Leve, cuyos ojos cerrados, en ese preciso instante, esconden su mirada de hielo. El semblante del experto en reposeras es glacial, aun en ese momento de presunta empatía.

Está claro que lo más vívidamente doloroso, de la foto, lo expresa la candidata. Su cabeza reclinada, sus ojos semicerrados, las cejas que se entornan por la tristeza que abruma, los labios apretados, la expresión de alguien que sabe que ha llegado al final del camino y que sabe, tal vez, mucho más que eso: sabe que no va a volver a tener una oportunidad como la que acaba de perder. Sabe que perdió y tal vez sepa por qué perdió, lo cual sin duda será aún más difícil de digerir.

Es una gran foto que además expresa, en cierto modo, eso que escribió Borges: que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece. Es cierto, pero nadie que se dedique a la política aprecia la frase. Lo que se impone, en medio del vacío y la amargura, es la densa resignación de los deudos frente al muerto. Y ese lugar común de que una imagen vale más que mil palabras o, en este caso, 3800 caracteres.

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