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Manuel y los recuerdos

Un hombre que no conozco, empresario, me cita en un bar. Voy. Alto, vigoroso, de casi ochenta años, aun irradiando la fuerza de su raza, Manuel Larsen es un dinamarqués de tercera o cuarta generación. Sus ancestros vinieron después de Fugl, me dice.

Pedimos café y me cuenta que desde hace un par de años le ronda la idea de hacer un libro. Le pregunto sobre qué y me dice que sobre su vida. No es un tipo famoso, ni siquiera figura entre los popes de los empresarios del terruño. Pero cuando avanza la charla me doy cuenta de que tiene algo para decir. Trabaja la tierra desde los 14 años. Vagamente, se me aparece la figura de mi padre.

El segundo encuentro es en su casa. Le pido que me cuente un poco más. Es decir, más allá de que sea mi trabajo (y de que estoy decidiendo tomarme un año sabático en este tipo de libros, los libros de trabajo con que me gano la vida para dedicarme a mis ficciones), no cualquier historia entra en un libro. Al menos, así lo he sentido. No cualquiera. Por otra parte, le digo, es imposible, en las condiciones actuales del país, presupuestar nada. Un libro se paga en cuotas. Y hoy la inflación hace inviable prever un precio en pesos. Nadie me firmaría un contrato en dólares para que yo le escriba su libro.

Nos entendemos claramente. He dicho que este hombre es un empresario. No tengo que aclararle nada. Le digo que, si quiere, podemos hacer algo: podemos tener una entrevista más, una charla, donde él puede extenderse un poco más sobre su vida. Quiero ver la espesura de sus memorias. Sin compromiso de nadie, ni de él ni mío. Le parece bien.

Vuelvo a la semana siguiente. Lo encuentro sentado a la mesa con un cajón de fotos de su vida entera, y una libreta. Me muestra una foto donde está posando, en un cementerio militar de Dinamarca, junto a la tumba de Juan Fugl (Hans, para los daneses). Manuel ha empezado a anotar cada cosa que recuerda. Muchas otras, le digo, surgirán en la charla.

Hablamos, habla durante una hora. A veces mi trabajo parece una sesión de psicoanálisis.

Escribir para otro, tomar su voz, implica atender muy bien el tono con que habla, la respiración de su fraseo, su léxico, para que cuando tome la primera persona del singular de él, su yo textual, digamos, esa prosa sea la de Manuel en serio. El secreto está en editar lo menos posible.

El yo de Manuel tiene una historia como testimonio. Estudiaba piano a los 14 años con Vilma Troncoso cuando le apareció su primer trabajo en un campo. Antes su hermano le había enseñado a arar la tierra. A ese campo llegó con un papel escrito por su madre donde le explicaba las recetas para hacer un puchero, un estofado y un guiso. Dormía en un carro, con un palo al medio y una lona para desviar el agua cuando llovía. Así empezó, sin nada. La plata que ganaba se la daba a la madre. No conoció otra forma de vida que no fuera la del trabajo. Terminó creando una empresa de forrajes, siembra, con equipos, camiones, cosechadoras y muchos etcéteras. Hoy la empresa está a cargo de sus hijos. A él la basta echar un vistazo de vez para saber cómo van las cosas.

¿Cuánto se puede hablar durante una hora? Bastante. El tema es que la conversación, su testimonio, no queda allí. Queda dando vueltas dentro de la caja donde late su cerebro. Entonces Manuel, a los 77 años, advierte que una tropilla de recuerdos -es pertinente la metáfora rural- lo atropella. Desgrabo la charla para ver cómo suena su voz en mi pluma. No está nada mal y seguramente se pueda hacer mejor, sin embargo aún no sé si haré ese libro. Hacerlo implica entrar hasta la médula en la vida del personaje, estar algo así entre ocho y diez meses con su historia. Y, para colmo, la inflación que pulveriza el dinero. De modo que me tomo una semana para pensarlo.

Antes, tres días antes del plazo, Manuel me llama por teléfono. Su voz suena distinta. De alguna manera y no sé muy bien por qué, estoy viendo llegar lo que va a decir: "Vos sabés que me empezó a hacer mal recordar, me siento como ahogado, como con angustia. No quisiera que lo tomes a mal. Pero empecé a no poder dormir bien, son tantos los recuerdos que no me está haciendo bien. Perdoname, espero que lo entiendas y decime cuánto te debo", dice.

Le digo que lo entiendo perfectamente, que no se haga ningún problema y que no me debe nada. Recordar es como abrir las tapas de un aljibe y tirarse con los ojos cerrados, de palito, hasta el fondo. No sabemos qué habrá abajo, mientras caemos por ese hueco oscuro al que sólo podrá iluminarlo el trémulo resplandor de la memoria. Puede que haya agua, puede que esté seco. Pero el golpe te lo vas a dar igual. Nadie está dispuesto a hacer como el filósofo Homero: a dejar que el pasado sea el pasado. Tal vez porque el pasado se obstina en volver, tal vez porque sólo nos queda este momento efímero, algo roto, cada vez más breve, fugaz pero nuestro: el presente. El hoy del hoy, lo único que vale.

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