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El hombre analógico

Hace mucho, muchísimo, que no lo veo. Es más, no sé si sale a la calle. Supongo que lo hará para lo mínimo: pagar las cuentas y hacer las compras. Lo primero, si tuviera redes, podría hacerlo por internet; lo segundo con un mandadero. Pero, infiero, a la calle debe salir, aunque sea para asomarse un rato bajo el cielo lívido de la ciudad donde vive.

Estoy hablando de Eduardo Saglul, un tipo muy querible, un gran periodista, hijo de padre periodista, como lo han sido desde que tengo memoria todos los Saglul. Paisano mío, además. Con una diferencia sustancial y mágica: a Eduardo no le dicen turco. No lo ultrajan esos ignorantes que, tal vez sin saberlo, nos ofenden con esa palabreja que a mi padre tanto lo molestaba, cuya molestia heredé a tal punto que en ocasiones, cuando no vengo con el mejor humor, decido corregir un tanto abruptamente. Me llamo Elías, les digo. Y en el tono nomás está todo lo que ese malentendido implica. Turco son los turcos de Turquía; libaneses son los libaneses del Líbano. Como confundir a un uruguayo con un argentino.

A Eduardo le dicen Eduardo. La mayoría no sabe de quién estoy hablando. Es un tipo que vive en el presente como si estuviera en el pasado. Un ser analógico. Aceptó hace como diez años, a duras penas, una casilla de correo y se quedó en la prehistoria del Hotmail que no usa. Eduardo, aunque no puedan creerlo, escribe cartas. Las manda a veces por correo. A veces, cuando sale a caminar (porque no tiene auto y creo que no sabe manejar), las deja en el buzón del destinatario o las pasa por debajo de la puerta. Vivía con su madre en el barrio de la Terminal hasta que ella falleció. Desde entonces supongo que vive solo.

Vivir solo no tiene buena prensa. Aunque nunca hablamos del tema, estoy seguro de que a Eduardo le importa un pito esta cuestión.

Vive solo porque así lo eligió. Y, ciertamente, vivir solo no es para cualquiera. Es mucha la gente que prefiere la infelicidad compartida que un plato solo en la mesa. La cama se les hace demasiado ancha, como cantaba Serrat. Pero Serrat, en ese punto, hablaba del amor a la hora de la pérdida. Sin ti la cama es ancha cantaba en "Romance de curro "El Palmo".

Tampoco sé muy bien de qué trabaja Eduardo. Por la edad seguro que se ha jubilado hace poco. También debe ganar algunos mangos escribiendo reseñas de cine, porque es un cinéfilo que sabe muchísimo del tema. Aunque tiene tan buena pluma que podría escribir de cualquier cosa.

Los lectores que a menudo frecuentan esta página se preguntarán a qué viene todo esto. Básicamente a una conversación que escuché, sin quererlo, de dos fulanos en un bar. Hablaban, como la mayoría, en voz alta, en el casi grito, porque un imperativo de esta época es la contaminación sonora. El silencio no cotiza en la bolsa de la mundanal histeria. Los tipos hablaban de lo caro que estaba el cable. Quince lucas el servicio de tele e internet a manos de Flow. Una fortuna, coincidieron. Pero también coincidieron en eso que ocurriría si lo dan de baja: ¿qué hacemos sin la tele por cable? ¿cómo vivimos sin internet?

Es una pregunta metafísica. Es como preguntarse qué hacemos si nos quedamos de un día para otro con la sola presencia de uno mismo. La desbordante y abrumadora soledad del hombre analógico. Como Eduardo. Sin redes sociales, sin celular, con un correo de Hotmail que no usa, sin películas, sin Netflix, sin esposa ni novia. Tal vez -y sólo tal vez- con una tele y algunos pocos canales, tal como vivió Dipi Di Paola los últimos años de su vida.

Resulta intolerable imaginarnos la caverna de Platón sin Wi Fi. Sabemos, por ejemplo, la inutilidad en que se convierte la existencia cuando en casa se corta la luz.

Los tipos acuerdan que una vez más, como casi todos, agacharán la cabeza y pagarán lo que Flow quiere que paguen. A lo sumo, negociarán un descuento. Porque van a hacer cualquier cosa, lo que tengan que hacer, para no volver a la condición del hombre analógico. No se puede vivir sin estar conectado. Sin la certidumbre de la hiperconexión, sin el puente siempre tendido del watshapp. Sin la billetera virtual, sin los recuerdos propios y, encima, los que te zampa Facebook, la red social de la bostalgia. Es eso o el Murallón del Lago. Eso parecen decir los dos tipos en el bar, los que hablan a los gritos.

Un día de estos voy a ir hasta la casa de Eduardo para preguntarle cómo hizo, cómo hace, cómo puede vivir en el siglo XXI con las categorías del siglo XX. Por ahí me pongo en su sintonía filosófica y todo esto que estoy escribiendo acá se lo digo a través de una carta. En papel de carta, una epístola escriba con lapicera de pluma, tinta negra y sobre lacrado. A la vieja usanza del hombre analógico.

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