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Esas pasiones, de Richard a Van Olphen

Es sábado, anochece y tengo dos historias para contar. Podría esperar hasta el lunes, día laborable, pero prefiero hacerlo ahora, con el pulso vibrante de lo que acaba de acontecer.

En un mismo día un hombre ha muerto y algo así como 1500 personas, en la misma ciudad donde ese hombre hizo su mundo, corrieron once mil ciento once metros, desde la Movediza hasta el Lago. Mientras una pasión cesaba, a los 74 años, las otras parecían tomar la posta de la verdadera carrera que significa el existir. Y cómo decidimos hacerlo.

Yo ahora escribo sobre el que murió y sobre los 1500 seres que, más vivos que nunca, ahora ya se han duchado, ya han cenado, ya están celebrando no sólo el acontecimiento histórico -los 50 años de la Tandilia- sino lo que podríamos llamar el desafío personal. Por ejemplo, a los 66 años mi amigo Richard Castejón corrió la prueba. Hace dos meses empezó a entrenar y no probó un solo gramo de harina más. Mientras se preparaba bajó algo así como cinco kilos y cuando pasó sonriendo, vital, feliz, por Pinto e Yrigoyen hacia el Bar Ideal (los memoriosos entienden) yo lo saludé desde mi propio aleph, la mesa de otro bar, donde había empezado a imaginar esta crónica.

También unos minutos antes había visto pasar al puntero, cortado, solo, casi volando, como un suspiro. Y después vi a los que le seguían, y más tarde al grueso del pelotón, y vi hombres y mujeres, y cada uno sudando la gota gorda del descomunal esfuerzo. Vi hombres corriendo con borceguíes, o disfrazados de payaso, vi jóvenes y grandes, y escuché el tumulto de las zapatillas sobre el empedrado lívido, y el aliento de los vecinos y la multitud interminable lanzada a la carrera. Si un extraterrestre tuviera la ocasión de presenciar esta imagen tal vez se preguntaría: ¿qué hace esta gente? ¿por qué corren como corren, así, literalmente hasta fundirse el alma en la odisea?

Sencillo: porque tienen una pasión. Y escribo sobre la pasión porque me parece que es lo único verdadero que nos va quedando, en medio de tanto quiebre y tanto rencor social, lo único que sigue moviendo la rueda de la historia. Lo único por lo cual, quiero decir, una vida tiene sentido.

Entonces, cuando acontece el final, porque todo comienza y todo termina, no hay cuentas pendientes. No quedó nada en el tintero. Como en nuestra segunda historia, la del empresario (preferiría decir el emprendedor) Carlos Van Olphen, quien falleció este sábado. Inventó, como sabemos, la marca de la casa y el punto iniciático de su historia: los "Quesos El Holandés". Supe de él por una anécdota que me contó Riki Camgros para el libro de Tierra de Azafranes. Van Olphen "vio", hace algo así como treinta y cinco años, el fulgor de la pasión en ese chico que le lavaba los vidrios de la camioneta en la estación de servicio de La Porteña. Le auguró entonces, cuando ese pibe tenía unos diez años, la profecía irrefutable: que iba a ser un gran empresario. Ya sabemos que no se equivocó.

Lo que ocurre a menudo es que sabemos el final de la historia, y pocas veces advertimos el durante, es decir lo que ocurrió para llegar hasta allí. Es como si nos quedásemos en la foto del atleta que cruza la meta en el Lago, tras correr la Tandilia. Si sólo retenemos esa imagen, nos perdemos lo mejor, es decir todo lo que hizo ese atleta para terminar la prueba.

Siempre agradezco tener buenos lectores. Uno de ellos es Jorge Iacaruso, quien hace un par de horas me dejó un audio con esta anécdota. Cuando el holandés Carlos Van Olphen era muy joven estuvo algunos años trabajando en Vela. Allí hizo sus primeros quesos. Los Iacaruso tenían un comercio de artículos del hogar y mueblería, de modo que vendían lavarropas, televisores y heladeras. Un día Van Olphen se presentó en el negocio para comprar un lavarropa a turbina. Cuando Jorge le pidió algunas especificaciones sobre la ropa que iba lavar, Van Olphen le dijo que no lo quería para lavar ninguna ropa. "Es para batir la crema de los quesos", le dijo. Con una anécdota así cualquier palabra sobra para describir el gen de su biografía emprendedora.

El resto de la historia ya la conocen todos. Vivir, vivir, exprimir hasta la última gota de la savia de la vida, estar a la altura de nuestras pasiones. Cerramos la nota con Hegel y un aforismo suyo muy conocido: "Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión".

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