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La muerte de un gato

Una vez me dejó una mujer y la terapeuta me dijo: "Escribí sobre ella". No le hice caso. Sé a dónde apuntaba: a que la palabra de alguna manera exorciza, uno hace catarsis y auyenta los demonios. Pero claro, esa mujer no era el diablo. Simplemente era una mujer que había dejado de quererme. Entonces escribir sobre ella iba a ser otra cosa, una forma narrativa de duelarla. Pero, que se sepa, nadie suelta escribiendo sobre lo que quiere soltar.

Mi gato ha muerto. También podría escribir sobre él -de hecho lo estoy haciendo ahora-, sin la distancia debida, pues acaba de morirse, y no hay en la actitud escritural eso que Freud llamó al duelo: un trabajo. No. Escribo, como siempre, para entender.

A todos alguna vez se nos murió eso que la naturalidad del lenguaje llama mascota. El término mucho no me gusta, pero tengo en claro que ni los gatos ni los perros, por mucho que los amemos, son hijos nuestros. Uno, a veces, toma algo de la naturaleza de ese vínculo filial, materializado en la fraternal cotidianeidad con que fundamos nuestra experiencia con quienes nos acompañan, pero no lo son. Los hijos son los hijos. El gato, el perro, son compañeros de vida. En esa forma sublime de la amistad, más sublime que el amor, creo que, como todo en la vida, hay dos formas de entender las relaciones humanas, y conste que creo que existe una relación humana entre un gato y nuestra especie, tal vez porque son lo más parecido a cierto rasgo de la condición humana, y, en especial, a la identidad de la que están hechos los escritores.

Es harto sabido el axioma de que no hay escritor sin gato. Tenemos tantas cosas en común que, cuando un gato se nos muere, algo de nosotros muere con él. En principio, entendemos a la soledad como un estado natural. Nacemos solos, vivimos solos -y en el devenir tenemos amores, compañías, grandes historias- y finalmente morimos solos. Lo que tanto nos acerca al gato, lo que tanto nos hermana, es que, aunque hay momentos que la soledad nos taladra, nos rompe el pecho, sabemos sufrirla. Quiero decir, nos duele a como a cualquier persona esa soledad (esa melancolía de domingo, dice la canción), pero más allá de lo episódico, de lo circunstancial, cualquier escritor que escribe -mal, bien, regular- sabe que escribe porque no pudo ni podrá hacer otra cosa en su vida, está hecho, corporizado e hilado en el telar de la soledad. Y, en contrario a la mayoría de los varones, la disfrutamos (como la disfrutan muchísimas mujeres), nos miramos en su sombra, no salimos a buscar la primera mujer que se nos cruza para huir de la soledad. Nuestro trabajo, leer y escribir, tiene que ver con eso, son actividades naturalmente solitarias, aunque el gen gregario de nuestra especie nos lleve a veces a compartir ciertas cosas: por ejemplo, el cada vez más difícil acto de leer en los bares. Pero antes que estas dos cuestiones básicas del escritor, o de buena parte de los escritores, está lo esencial: si no es amor, que no sea nada.

Bueno, eso es un gato. Es el amor en la forma más pura. Es su libre albedrío, es saber convivir bajo un mismo techo pero con sus condiciones. Y es el que se banca el reverso de esa autonomía: dame lo que quieras, nos dice, lo que tengas estará bien. A veces duermo en tu cama, dice; a veces en el sillón. A veces estoy largamente ensimismado; a veces me subo sobre tu pecho y puedo quedarme horas así, entregado y manso. A veces, sobre todo de noche, me voy, dice, y allá iba mi gato, a ver a los otros gatos del barrio, y volvía cuando se le daba la gana, y rasguñaba el vidrio de la ventana para hacer saber que estaba de vuelta. La libertad compartida, algo de eso es vivir con un gato.

Cuando más años tenemos, más duelen los golpes, las pérdidas. Otra cuestión por la cual el gato es el compañero perfecto tiene que ver con su forma de lealtad y de fidelidad. El gato siempre está, en su mundo, abstraído, pero está. Y pasan los meses y los años y sigue estando mientras todo lo que nos va pasando por adentro o por el costado se ha ido: nuestra juventud, algún proyecto, lo que ya no vamos a poder hacer, los grandes amores, los grandes fracasos, las decepciones que causamos y que nos causaron, las mudanzas, los viajes, los padres que ya no están, en fin, todo se ha ido y el gato está, el gato siempre está.

Hasta que un día se enferma. Entonces, en ese punto, comprendemos por qué amamos tanto a los gatos. Porque en el fin del proceso de la enfermedad el gato, que es un depredador que conserva su gen de cazador, su instinto ante el peligro (es decir, el que no han podido domesticar) toma dos "decisiones" que están cifradas en su ADN: primero, al sentirse enfermo y vulnerable, se esconde en algún lugar insólito de la casa. Y también, y aquí está la más maravillosa señal de dignidad que me dejó Gabo en el final de su vida, como buen gato enmascara su dolor. No se queja. El estoicismo de resistir con dignidad el sufrimiento, a solas con él mismo, ese dolor que pude advertir revelado en su cara constreñida, en su mirada vidriosa, en sus bigotes tensos, en toda su expresividad gestual, fue la gran lección de dignidad que me dejó casi nueve años después de que llegó a mi vida. Sufro pero me la banco, te dice el gato en la recta final de su agonía, cuando ya también ha dejado de comer. Cuando ni los corticoides ni nada de lo que le venís dando ya tiene sentido.

"En ese momento el gato te está pidiendo que lo dejes ir", me contó un lector, veterinario y experto en las conductas de los gatos, Pablo Petrirena, a quien acudí en estos días para que me aconsejara sobre el momento más complicado y doloroso: evitarle a Gabo más sufrimientos y ayudarlo a partir.

Es el día que se nos rompe el corazón. Ese día sí que nos quedamos un poco más solos.

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