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Volver a los 17

A Cacho Testa.

Nos encontramos en la calle, frente a la plaza del centro. Virginia y Mario están hablando, en la vereda, bajo el sol primaveral. Puedo colegir de qué charlan aún sin escucharlos y al vernos sonreímos al unísono, como si un mismo pensamiento ocupara la mente de los tres. De golpe, de una manera un tanto surreal, estamos cayendo de cabeza por el túnel del tiempo a las noches en que charlábamos hasta el amanecer en el bar El Cisne, de eso hace exactamente cuarenta años.

La obviedad de que estemos más viejos no implica que hayamos perdido la memoria: sabemos perfectamente la atmósfera de aquellos días, no sólo porque éramos jóvenes sino que, por fin, caía el telón de la dictadura militar, la cual -por muy pocos años de nacimiento- a los que nacimos en los albores del sesenta no nos convirtió en uno de los treinta mil. Simplemente, porque la historia de amor de nuestros viejos fue levemente tardía a la de los padres de la generación diezmada. No desaparecimos, entonces, pero sí, en aquellos días de 1983, empezábamos a saber del horror de aquel infierno del terrorismo de Estado que apenas nos rozó y concluyó con el Nunca Más. Teníamos, nosotros, diecisiete años cuando la dictadura empezaba a irse y un poquito más cuando, derrota de Malvinas mediante, se fue.

El Cisne era el bar de la bohemia. Había mesas para todos los gustos: artistas, músicos, pintores. Y también prestamistas y funebreros. La santísima trinidad del existencialismo: el arte, el dinero, la muerte. Pero a nosotros, los jóvenes del bar, ni al dinero ni a la muerte los teníamos en cuenta. Estábamos empezando a vivir esos días tan anhelados: volvía la democracia. Se iban los milicos. Había llegado la hora de dejar de cantar en las marchas "Se va acabar, se va acabar, la dictadura militar", la copla mítica de la época. Íbamos a votar por primera vez.

Yo sé que toda esta historia a muchos lectores le importa un comino. Es más, algunos ya deben haber sacado los ojos de la página. El sesgo de confirmación de la época -nefasto por cierto- implica que uno sólo tiende a leer o mirar televisión de la gente que piensa como uno. Esa reducción siempre me pareció patética, como la otra: la de negarse a leer la obra de un escritor por su ideología. No tendríamos literatura si ese procedimiento se hubiera impuesto. Y nos hubiéramos perdido de leer, por ejemplo, La fiesta del chivo o Conversación en la Catedral, de un liberal recalcitrante como Vargas Llosa, tal vez la mayor pluma del boom después de García Márquez.

En aquella primavera de diciembre del 83, la primavera de la democracia, la cosa era más o menos así: las mujeres más lindas eran las radicales; las más teóricas e intelectuales eran las del Partido Intransigente; y las muchachas peronistas eran las muchachas peronistas. En El Cisne se hablaba de literatura, de pintura, de cine, de música (bueno, la música llevaba la delantera en las conversaciones), pero básicamente lo que ocurría es algo infrecuente: en el bar se hablaba. No había celulares para autómatas; sólo había un teléfono a cospeles empotrado contra la pared al fondo del boliche. Se hablaba, se debatía, se creía con toda la convicción en la política que llegaba con las urnas. Ganó Alfonsín, perdió el peronismo, no pasó ninguna catástrofe y El Cisne siguió su vida como siempre. Al fin y al cabo teníamos lo único que queríamos: la democracia. Después ya sabemos cómo siguió la historia: algunos de los que estábamos en el peronismo lo dejamos cuando llegó Menem (el besador del almirante Rojas, el padrino intelectual post mortem del esperpento), luego la nada misma devenida en tragedia, con los 34 muertos que dejó De la Rúa, el corralito y el kirchnerismo, que con su desmesura fue un parte aguas en la vida de todos nosotros. Nadie cuya sustancia sea la ideología (la que fuere dentro del sistema) puede pensar la vida prescindiendo de ella. Cada uno en la confrontación perdió amigos, fue cancelado, difamado y todo lo que ya sabemos. En el lecho putrefacto de la grieta se agusanaron los mejores sueños. Y nadie que siga pensando ideológicamente su cosmovisión del mundo (¿pues sino cómo la podés pensar?) quedó a salvo de la trituradora.

Hasta que llegó el esperpento, que vendría a ser el involuntario unificador del pensamiento humanista, de los ritos básicos de una república y un Estado (no de los enunciados vacíos y falsamente progre), de las cuestiones nodales para nuestra generación. Lo que no se negocia. Lo que no se olvida. Lo que no admite un punto de retorno. Tesis: si tu camino lo hacés con una socia que reivindica el genocidio, sos un genocida, cuestión que, por lo visto, no le importa a mucha gente.

Aún así, por lo menos para quienes trabajamos con las ideas, la democracia nos exige un nivel de comprensión, de tratar de entender cómo y por qué sucede lo que sucede. Por lo tanto hay que afilar la mirada. Y, por ejemplo, no ensañarse con los pibes que votarán al esperpento. No tienen por qué saber de historia argentina, amén de que la clase política (la "casta", acierto retórico del esperpento) debe hacer un profundo mea culpa para entender cómo se llegó hasta acá, como se pudo caer tan abajo. Los pibes son el reflejo de su época. Si el desquiciado gana, seguramente los más jóvenes pagarán muy caro el primer error político de sus vidas, tal como nuestra generación pagó los suyos.

Al final del camino, nosotros, los de entonces, volvemos a encontrarnos en la misma esquina, bajo el sol de noviembre, y un pensamiento al borde de la mueca irónica nos unifica: "¿Quién iba a decir que íbamos a terminar pidiendo el voto para Massa?". A Virginia le dicen "La Chula". A Mario le dicen "El Pata". Los tres volvemos a los 17, que es como un vivir un siglo. Los tres nos reímos un poco para no llorar. Estamos otra vez en el bar, la juventud se ha ido pero la democracia sigue aquí y esperamos que el domingo no ocurra lo peor.

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