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Chirulo y la primera lectora

El balotaje, la larga odisea hasta llegar ahí, el país quebrado en dos mitades, también afectó lo que naturalmente no ocurre en esta página: hubo una lectora, la última, que me acusó de estar ejerciendo el "adoctrinamiento barato". Digo que fue la última porque hasta ahí llegó mi paciencia: yo no adoctrino a nadie, detesto esa práctica. Solamente escribo.

¿Y la primera lectora? Supongo que todo escritor tiene su lector o lectora ideal, imaginario o real, en el que piensa cuando escribe. A veces, suele ser un lector abstracto, es decir una idea de lector. Conozco colegas que escriben así, imaginando a ese lector, es decir trabajando en un plano doble: imagina su nota, al escribirla, e imagina a su lector mientras la lee.

Lo mío es más simple. Tengo una primera lectora y tal vez ni ella lo sepa. Es mujer pero no pertenece a una categoría que cierto feminismo extremo (o nazifeminismo) quiso cancelar: la musa. Ser inmaterial en el corpus narrativo, gaviota proveedora de un stock escaso, la inspiración. Pues no, mi primera lectora no es una musa. Vive entre nosotros, está hecha a la medida de mis sueños y de mis fracasos y no necesariamente sabe que mientras escribo la tengo frente al vidrio de la pantalla del monitor. Sus rasgos se modelan solos, como un si un lápiz cósmico la dibujara entre las letras, entre las palabras, entre los párrafos, a la manera de un sortilegio o un pase de ilusión. Cualquiera que mire ahora el monitor -que lo mire como si observara una heladera o una yogurtera- no vería nada. O sí, vería esto: un pastiche de palabras en desarrollo. 900 palabras cuando termine el artículo. Pero detrás del lenguaje, detrás de las oraciones, sonriendo entre las capas dialécticas del texto, está ella.

¿A qué viene todo esto? A que, como dije, entre los comentarios que se escribieron al pie del artículo "El llanto y la fuerza del cielo", apareció un texto escrito con desdén e ignorancia. Con la brutalidad propia de quien no se detiene diez segundos antes de ponerse a tipear en su celular, y de quien piensa que sus ideas SON las ideas del mundo. Esa lectora, además de tratarme de "adoctrinador barato" dijo que me prefería escribiendo anécdotas, que era eso lo que debía volver a hacer, como si un tipo que trabaja con las ideas (un intelectual, para decirlo inmodestamente), y que ha hecho su pequeño mundo con la lectura y la escritura, debiera limitarse a escribir anécdotas (un género que, dicho sea de paso, me encanta).

Pues bien, le dedico una que me contaron hace poco. Un tipo de apellido Chirulo (con semejante apellido la cosa arrancó bien) se quiere suicidar. Elige hacerlo de un modo temerario: estrellando su auto a toda velocidad contra un muro de hormigón, a la bajada de un puente. Lo hace pero, a su pesar, sobrevive. Lesiones leves. Entonces, un mes después, va por su segundo intento. Elige, esta vez, una herramienta que no falla. Una escopeta calibre 16. Chirulo se encierra en su casa, se sienta en la silla, pone la culata contra el piso, se coloca el caño en la pera y dispara. Al momento de gatillar algo pasa: la tensión, los nervios, la angustia. Y el caño se desliza brevemente. El balazo le perfora el labio superior y va a clavarse contra el techo de la casa. Cada orificio que urdió el perdigón es la huella de su desgracia imperfecta. Chirulo nuevamente sobrevive a su segundo suicidio y ya su figura toma ribetes legendarios en el pueblo. ¿Qué hace entonces? Decide contar ya no el primer intento, que fue público, a cielo abierto, sino el segundo. Para ello invita a los vecinos a su casa y reconstruye el dramático cuadro del suicidio fallido. La escena alcanza el clímax cuando Chirulo muestra los agujeros de las perdigonadas en el cielorraso. Y las cuenta. Hay algo de show macabro pero surreal, de estandapero bizarro en el modo con que Chirulo relata el incidente como si fuera la repetición de la jugada de un gol que finalmente no se consumó. La pelota fue a parar a la tribuna. Fin de la anécdota. La última lectora que me mandó a no escribir de política, a no ser un "adoctrinador barato" puede estar contenta. Volví a contar historias.

Pero yo sé perfectamente lo que haría mi primera lectora (la más sagaz, la que sonríe con encantadora malicia, reprimiendo la carcajada), con esta anécdota que acabo de contar ocurrida en un pueblo de provincia. Mi primera lectora uniría la tragedia fallida de Chirulo con el tiro que catorce millones de argentinos se pegaron en los pies, o cerca de los pies, a milímetros de zapatos, tacos, alpargatas y zapatillas. Es decir que mi primera lectora -dado que por algo alcanzó esta categoría- habría hallado la síntesis para 1) darle el gusto a la última lectora, la que me agravió y 2) Encontrar la metáfora perfecta de la cuasi inmolación, por ahora también fallida, con que la patria encumbró el domingo a su 50º presidente.

Por eso escribo para ella y por ella. Porque, aun sin creerse una musa en las sombras, me dictó esta idea que debería dejar conformes a todos los lectores, los que gustan de mis historias de acá a la vuelta y los que gustan de los artículos que van más allá de los relatos. O que intentan comprender el gran relato de esta fatalidad llamada Argentina.

Por último, voy a reiterarlo como para ponerle un punto final al tema: esta es la democracia. Y así se la defiende. A veces se gana, a veces se pierde, y la mejor forma de honrarla es, precisamente, aceptar sus reglas. En cuarenta años pasó de todo y ahora llegó lo que nunca había pasado, la ultraderecha pero de civil, eso que a muchos nos parece un espanto y a muchos más argentinos una esperanza. Mi primera lectora -a diferencia de la última-, a pesar del bajón no resigna su sonrisa de ventanal abierto por donde irrumpe la claridad luminosa del alba entre cronopios y magnolias, sus dientes blanquísimos, y la vida como un perpetuo naranjo en flor.

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