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La Virgen a domicilio

A las ocho de la mañana una mano toca la puerta. No digo golpea y creo que ya alguna vez hablamos de esto, de la personalidad del sujeto que -a falta de timbre, o de timbre eternamente roto como el de mi casa- la emprende contra la puerta. El golpe rotundo, por ejemplo del hombre que trae el bidón del agua, denota apuro, suficiencia; el golpe más discreto es del muchacho que de la galaxia de Mercado Libre te trae algo que compraste con dos clicks de mouse lleva el sesgo de la buena educación. O esto que pasa ahora: un toque suave, mínimo, apenas audible, a la puerta que indica, en esa retraída forma de llamar, al menos una personalidad tímida. Alguien que, calculo, le ha costado llegar hasta aquí. No a mi casa, específicamente, sino a la circunstancia: la de tener que salir a la calle a tocar puertas de casas desconocidas.

Así que salgo de la computadora, donde estaba escribiendo otra cosa, y abro la puerta.

Afuera hay una chica. Debe tener entre doce y trece años. No hay canasta, no hay budines, no hay bolsas de residuos para vender. No hay churros, no hay rifas, no hay macetitas con flores. Parada sobre sus zapatillas, que alguna vez fueron blancas, que están gastadas y que parecen aferrarse a la vereda como un náufrago a la baranda del barco que se hunde, la chica saluda. Dice:

-Buenos días, señor.

Le correspondo el saludo. Me quedo en blanco, esperando. Abro más la puerta y toda la claridad de la mañana, el sol que por ahora no es insolente sino que entibia el día y las plantas y el pavimento, ese sol que la chica tiene a sus espaldas, ese sol que inaugura la semana, acompaña el único gesto que hará durante toda la conversación: su mano viaja a su mochila roja y de la mochila saca un pequeño objeto que luego tiende hacia adelante, es decir hacia mí. Entre la mano de la chica, y el objeto que ahora expone, y yo hay dos metros. Intento adivinar de qué se trata.

-Es una virgen, señor -dice la chica.

-Ah, claro, una virgen -digo por decir algo.

-Sí, la virgencita de Luján -dice.

No sé mucho de vírgenes. Hay una que me acompañó en momentos difíciles de mi vida, la Virgen de Guadalupe (Laura, una amiga, me habló de ella, de la virgen negra luego de su viaje a México), y desde entonces la Guadalupe va conmigo. Soy una suerte de agnóstico a medias: llevo una virgen colgada al cuello por las dudas.

Recién caigo, entonces, que la chica está vendiendo estampitas de la Virgen de Luján, que, me parece, era la virgen elegida durante los rituales católicos de iniciación, por ejemplo la primera comunión.

-¿La quiere? -dice.

-Claro, sí. ¿Cuánto es? -pregunto.

-A voluntad, señor.

Me quedo pensando en la virgen, en Dios, en la pobreza, en el capitalismo, en la chica que me mira como sin ver y como, tal vez, sin preguntarse qué pasó en su todavía breve biografía para que una mañana de lunes, de noviembre, bajo un solcito tibio, ella esté acá, parada en la puerta de la casa de un desconocido, ofreciendo una estampita a voluntad, es decir trabajando pero dependiendo su paga de la voluntad del otro.

-No, no, decime lo que sale -le digo. Y sé que es absurdo lo que estoy diciendo, porque también resulta absurda la pregunta: ¿cuánto cuesta en el mercado la estampita de una virgen, y, específicamente, de la Virgen de Luján? ¿A cuánto cotiza la Patrona de la Argentina, puesto que tal cargo inmaterial ostenta?

Sé que la chica no dirá más nada. Sé que buscaré de la mesa de la cocina un billete de mil pesos y se los daré. Pienso que un billete de mil pesos hoy es la nada misma y la realidad es un sopapo en la cara de cualquiera: le he dado a la Virgen en la Argentina de hoy el segundo billete de mayor denominación de la moneda actual. Se lo doy con vergüenza, pero es lo que tengo. La chica agradece. La estampita va de la mano de la chica a mi mano y luego a un cajón del escritorio donde guardo decenas de estampitas que me han ofrecido en la calle.

Nunca, como hoy, en mi casa. Sé que no es la manera más optimista de empezar la semana con los lectores. Pero es lo que hay.

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