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De la imposibilidad de hablar

Esta es la última nota del año, la última historia. Este sitio nació hace cinco años para eso, para contar historias en medio del fárrago nauseabundo con que los portales generalistas abordan eso que se llama Realidad. Toda historia lo es, sobre todo si uno profesa el realismo. Pero estos últimos dos meses el piso se movió bajo el tsunami Milei y la realidad no es la misma para nadie. Uno sería un marciano si quebrara su pluma en estas horas, como de hecho no lo hice, ni lo haré. La historia que contaré en parte tiene que ver con todo esto.

Breve digresión casi innecesaria antes de ir por el relato: está claro que con este sitio web he buscado crear una suerte de atajo, de camino lateral contra la bomba de estiércol que desde los medios de incomunicación y las redes explota cada día en la cara de los lectores. La vida cotidiana, la identidad, los personajes, las ficciones verdaderas pueblan los contenidos de este portal, en parte porque de eso vivo, del oficio de contar historias, y en parte como un mecanismo de defensa propia. La realidad agobia. Pero el asunto se complica en días como éstos, donde nadie queda exento de lo que pasa. Y de lo que no pasa también.

¿Cuál es la última historia del año, entonces, se preguntará el lector? Cronológicamente, la última historia ocurrió el 25, la noche de Navidad. Hay un chalé, dos familias, una cena. Un barrio, el Barrio Jardín, y el motivo rotundo, impostergable, de recibir la nochebuena, el punto cero de la vida de Jesús.

Se sabe que cada familia es un mundo. No hay tal vez institución más importante, al menos para la cultura judeocristiana, que la familia. De ese árbol milenario venimos y bajo la tierra de ese árbol alguna vez seremos polvo de ausencia. Mientras tanto crecemos, conocemos gente y por eso mismo, por eso cruce casual, inadvertido, entre unos y otros, al final una familia se imbrica con otra familia, y así hasta el infinito.

Acá, en nuestra historia, sólo hay dos familias. La de sangre y la política. Así como nadie elige a sus padres (frase berrinche de la adolescencia), tampoco nadie elije a sus nueros y a sus consuegros. La vida los mezcla. En nuestra historia la mezcla no funciona. Una familia es peronista, kirchnerista hasta la médula; la otra es conservadora, macrista, y ahora mesiánicamente mileista. Ante semejante antagonismo, para evitar roces, se ven poco y nada. Pero la Navidad es la Navidad, cuyo espíritu y cierto grado de concordia mínima extiende un pacto tácito: no van a hablar de política desde las 9 de la noche, en que se encuentran, hasta las 12.30 que se despidan. A las doce levantaran las copas, brindarán y el mal trago habrá pasado civilizadamente.

Pues bien, eso hacen. Se sientan a la mesa del comedor -la tele está prendida, pero en un canal neutro (nada de TN, C5N o La Nación+), un canal que emite un programa para gente fierrera que se llama "El Garaje"-, y con las luces del arbolito titilando en el living, ambas familias atacan primero la entrada (turrones, mantecoles, ensalada rusa) y luego el plato principal (torre de panqueques y lechón) y luego el postre (helado y ensalada de frutas).

El vibrar metálico de los cubiertos se impone por sobre el timbre bajo, acotado, de las conversaciones. ¿De qué hablan ambas familias mientras muy lentamente corre la cuenta regresiva hacia las doce de la noche?

Hablan de viajar (pero no se explayan, porque inevitablemente van a caer en la fortuna que este verano cuesta salir de vacaciones).

Hablan de lo loco que está el clima, con estas lluvias y estos temporales agotadores propios de nuestro ensañamiento con el planeta (pero no mucho más porque ya sabemos que El Que Te Dije niega el cambio climático).

Hablan del futuro nieto que los postergados abuelos de ambas familias esperan y se sigue haciendo rogar (pero no mucho más, porque el hijo o la hija, o ambos, podrían decir que para qué vamos a traer un hijo al mundo en este país de mie... y ya la cena desbarrancaría hacia un abismo insondable).

Hablan de vaguedades varias mientras la medianoche llega y los regalos prometen ilusiones bajo el arbolito, y por fin, cuando dan las doce, brindan, chin chin, se desean una feliz navidad, se abrazan, porque se quieren de verdad, porque son familia, porque de sus ancestros devienen los genes y el apellido, y las antiguas luchas y la memoria que lo contiene todo.

La noche se cierra en paz.

Lo han logrado. Han visto al niño Jesús nacer sin discordias entre ellos.

No han hablado de política. No han hablado de lo que no se puede hablar. O de lo que es mejor no hablar.

Y esa imposibilidad, que parece un atributo, una virtud, un esfuerzo por sostener la armonía navideña, la unión familiar, la perenne invencibilidad de los lazos filiales, esa epopeya basada en la elusión, en evitar el debate y el diálogo, que nació en Grecia y por eso también existe la democracia, esa batalla por no hablar, es nuestra mayor derrota.

Feliz año nuevo para todos.

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