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Con dos tangos de Gardel

Cada mañana, en verano, Página/12 publica un cuento. Es lo primero que leo del día. Casi nunca conozco al autor, lo cual habla de la vasta cantera de escritores que tiene este país, un hecho por cierto inexplicable desde la economía: no debe haber trabajo peor pago.

El cuento que leí hace un rato se llama "Tango", y es el del escritor argentino Horacio Convertini. El diario tiene un acierto en la edición de la sección: en pocas líneas, en la separata editada al pie del título, el escritor cuenta cómo se le ocurrió el cuento, qué cosa lo disparó, por decirlo así.

No voy a spoilear el cuento. Sólo diré que hay un cantor de tangos fracasado, Ciripo, que había nacido en una villa cercana al Riachuelo, pobre como el que más. Que cantaba muy bien, tenía una voz poderosa y a los diez años participó de un concurso, llegó a la final y perdió contra Guillermito Fernández, el Guillermito que después iba a hacerse famoso. Que luego la vida de Ciripo desbarrancó: fue peón de albañil, estuvo preso y terminó, borracho y algo demente, cantando en los trenes, que es donde lo conoce el narrador, un tipo que también viene muy mal y está a punto de tirarse a las vías. Ciripo ensaya una gastada presentación arriba del vagón y luego entona "Remembranzas"; canta por la moneda ante la incomodidad del pasaje, sabiendo que ha llegado al final del camino.

Ese cuento me recordó al Ciripo de mi historia, que en verdad no tenía nada que ver con el original. Comparado con la miseria con la que Convertini describe al cantor; "Vestía un traje azul ajado que le quedaba chico. La camisa y la corbata le mordían con saña el cuello de bulldog. Era un hombre de mi edad, ancho, macizo, peinado con un jopo a la gomina", al lado de eso mi Ciripo era Tom Cruise.

No recuerdo su nombre. Yo estaba en un restobar y él llegó de repente, entró con paso resuelto, impecablemente vestido y con la indómita certeza propia de la juventud. Fue hasta la barra, le pidió permiso al dueño y luego recorrió las mesas dejando un sobre en cada una. Trascartón se presentó, dijo que lo suyo iba a ser muy breve, que iba a cantarle a la amable concurrencia un par de canciones. Dos tangos de Carlos Gardel, dijo, sin sonido, sin guitarrista, sin una pista detrás, nada. A capela nomás. No recuerdo cuáles fueron los tangos; sí recuerdo que el tipo cantaba bien, afinado, y que casi nadie le prestó atención, lo cual me recordó lo que pensaba Horacio Guarany: que donde se come no se canta.

Recuerdo que sentí una doble incomodidad: ante la ajenidad, al borde del desdén o el desprecio, del público, y la propia: pensaba qué estaría pasando por la mente del cantor, plantado con cierto estoicismo ante la evidente falta de escucha. Está claro que nadie tiene por qué fumarse a un artista con un mini show que no estaba en la carta, cuando se encuentra disfrutando de una cena y hablando con sus amigos. En esa instancia el artista no deseado revela su rasgo esencial: es un ser que salió de la nada y procura imponer su cantar para gente que no lo escucha. Hay en esa escena la síntesis suprema de la incomunicación: alguien que no desea cantar en ese lugar, canta por necesidad un par de tangos para treinta personas que lo ignoran, y no lo quieren escuchar, entre otras razones, porque no han ido al bar a eso, a escucharlo. Podría ser el mismísimo Gardel redivivo que la cuestión no cambiaría. Así las cosas, ¿dónde está el sentido de todo eso? Adivinaron: en el sobre.

Cuando el joven cantor de tangos cerró su actuación le agradeció al dueño del bar y luego empezó a recorrer las mesas. No recuerdo entonces, pero hoy nadie, ni el más miserable, podría dejarle menos que un billete de mil mangos. Si recuerdo que al fondo un miserable que estaba algo copetineado, hizo la cuenta aproximada de lo que el joven cantor se llevó tras su breve actuación en el bar. Después de contarle las costillas sugirió cambiar de profesión: al cabo del mes, calculó, el cantor imprevisto ganaba más que un empleado de comercio. Con dos tangos de Gardel.

Entonces recordé al actor y amigo Pepo Sanzano, que más de una vez repite la gran lección que le enseñó Andrés Percivale, cuando lo contratan para esos eventos dantescos -como cena shows, fiestas y otras desventuras- donde los artistas se ganan la vida haciendo reír a la gente que la mayoría de las veces no se ríe ni lo escucha: "Antes de salir a hacer lo mío sabiendo que sufriré me toco el bolsillo, la billetera, y así sigo adelante".

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