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Roglich y Simón a la distancia

Un amigo de él, de Norberto Roglich, me contactó en esos días de hace veintidós años. El hombre acababa de entrar al Bansud (hoy Frávega) con una granada de mampostería, digamos, para recuperar los ahorros incautados por el corralito. Su caso había llegado a los medios nacionales y él estaba detenido en su casa con un policía de custodia.

Con el policía compartía el mate. Me pareció un tipo sincero, honesto, y de alguna manera su caso, su historia con sus ahorros en cautiverio en el Bansud, replicaba en mi memoria otra historia parecida que me había pasado cerca en el 84 cuando se desplomó el Banco del Fuerte por el efecto tequila y mi padre intimó al banco para que hiciera lo que no quería: devolverle sus dólares. Roglich llevó una granada; mi padre un Colt 48 Smith & Wesson. Lo que Roglich le dijo al gerente ya es público; lo que mi padre le dijo al gerente y al dueño del banco lo estoy contando en estos días, en un relato que decidí escribir durante todo el verano para no hundirme en él: la literatura es, ante todo, un manotazo de ahogado.

El amigo de Norberto Roglich me había llevado hasta su casa para que yo conociera al protagonista en directo, sin filtros, y, si quería, empezáramos a pensar la posibilidad de un libro con su historia.

Sincero, sin vueltas, insulinodependiente, no vi en esa charla un tipo que estuviera orgulloso por lo que había hecho. En ese sentido había una simetría con la acción casi idéntica de mi padre: era su dinero y el banco se lo había secuestrado. No se iba a dejar robar el fruto del trabajo de toda la vida. Sabía que la movida le podía salir bien, más o menos o mal, pero estaba jugado y decidió actuar. No había orgullo ante esa fama súbita. Había, cómo decirlo, alivio. Roglich tras colocar la granada arriba del escritorio del gerente y pronunciar la frase mágica -"Deme mis dólares o volamos todos"- había puesto a buen recaudo su dinero y ahora afrontaba las consecuencias. Preso en su casa con policía de custodia y un proceso penal a la vista.

Cuando hablamos del libro yo sólo requería una condición: necesitaba saber, por una estricta cuestión narrativa, dónde había escondido el dinero. "Eso no se lo puedo decir", me dijo, sonriendo. Y yo le dije lo mismo que sigo pensando ahora: al lector, más allá de su propia historia, lo llevaba la intriga del después de la granada: su raid posterior y en qué lugar había escondido los dólares. La non fiction obligaba a la solución del secreto con la verdad de los hechos. Tomamos mate, charlamos un rato largo y desistí del libro poniéndome en sus zapatos: era un hombre que había actuado con cálculo y también con desesperación. Un hombre al que había un gobierno nefasto había llevado a su límite más extremo.

Mi padre fue también a los bifes pero sin calcular nada. Juancho Martínez Belza, que había pasado de bolichero a banquero, le había pisado sus ahorros, los de toda su vida de camionero, peón de campo y comerciante. Lo que pasó en esa charlita -mi padre era un tipo muy pesado cuando le faltaban el respeto- lo estoy escribiendo ahora mismo en Lo pendiente, la novelita que me debía. Lo que sí puedo contar fue la reacción del banquero y su segundo. Dos caras aterradas, lívidas, intuyendo la forma de mirar que tiene la muerte con un Colt 38 arriba del escritorio de la gerencia. Roglich recuperó sus 22 mil dólares y, lo supe ayer, los enterró en un terreno de su propiedad, al lado de un árbol que le sirvió como referencia para ubicar el paquete cuando todo pasara. Lo que hizo mi padre con sus dólares fue algo bastante parecido, aunque su caso quedó en la estricta reserva de lo obvio: le devolvieran sus dólares pidiéndole reserva y rogando para evitar el efecto contagio, cuestión dudosa porque Simón El Hage hubo uno solo.

Todavía recuerdo a mi padre volviendo a su casa con sus dólares, aún escandalizado y furioso: "¡Ajo el sharmut! (hijos de puta) ¡Me la querían robar el masare! (dinero), gritó. Y nunca más volvió a poner sus ahorros en un banco.

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