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Ni solitario ni final

Hoy, 29 de enero, hace 27 años que murió Osvaldo Soriano. Hoy a la tardecita en el cementerio de la Chacarita los hinchas de San Lorenzo volverán a repetir el ritual que vienen haciendo desde algunos años: visitar su tumba, contar ciertas historias que contaba el escritor y hacerle un tributo a su memoria.

Visité esa tumba muy poco tiempo después de su muerte. Era la desolación absoluta. Un cartel en madera (que decía "Soriano") y un rectángulo repleto de yuyos era la tumba de un escritor que jamás fue aceptado por la academia. El pecado de vender libros, muchos libros, no se perdona así de fácil. Otra tumba desoladora es la de Ricardo Piglia, que sí fue aceptado por la academia, porque era un erudito y un tipo que conocía como pocos el arte de contar historias (y traducirlas, y enseñar, etc.), pero al poco tiempo que dejó este mundo su tumba también era un despejo.

Conocemos en este lado del mundo eso que contó Soriano de la ciudad. Conocemos que trabajó de sereno en la Metalúrgica y que luego escribió en El Eco. Conocemos que tuvo una novia y que, al momento de irse, o para poder hacerlo, escribió una nota moderadamente crítica del perfil mercantil en que se había convertido la Semana Santa, despertando la furia de monseñor Luis Actis. Eso fue a fines de los 60. Fue la nota que le abrió la puerta al diario Primera Plana, redacción que compartió con Jorge Dipi Di Paola. Conocemos que la resolución de su mejor libro, Triste, solitario y final, se la aportó Dipi, y que luego Soriano se exilió en Bruselas para ponerse a salvo de la Triple A.

La pregunta, a 27 años de su partida, es si Soriano venció al olvido, es decir si hoy sus libros se siguen leyendo. Tengo mis dudas sobre eso. Ayer un lector me pidió que le recomendara algo para leer. Le dije que leyera Una sombra ya pronto serás, una novela de carretera deliciosa que el Gordo escribió en los 90, una década a la que la Argentina parece querer volver en estos días.

Soriano fue dueño de un estilo de eficiencia mortífera. Solo Hemingway, creo, manejó el ritmo del diálogo mejor que él. Tenía un oído absoluto para la narración dialógica y una mirada muy mordaz, con el humor siempre al lado, para narrar nuestras desgracias nacionales, para convertir la tragedia en comedia, en farsa, y hacer de la literatura lo máximo que un escritor aspira: clavarle el anzuelo al lector y que no pueda soltar el libro hasta la última página.

Fue valiente también en los debates públicos que planteó en Página/12 con los editores y las editoriales, algo que hoy parece de ciencia ficción. Su arma letal fue esta: ustedes tienen un catálogo de 3000 libros para comercializar; yo sólo un puñado para defenderme.

Me gusta pensar que aquellos escritores que quisimos, dejaron sus libros precisamente para no irse del todo. Dipi, Dal Masetto, Feinmann, Castillo, Fontanarrosa, Briante, Forn, Piglia y Soriano, para citar sólo algunos, se niegan a todo lo triste, lo solitario y lo final que impone cada adiós. Quedan sus libros que remedan tanta ausencia.

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