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La encrucijada de una casa espléndida

La demolición del templo luterano evengélico de Santamarina al 800 me recordó una historia que conté en el libro Identidad Bértoli, cuando los hermanos Guillermo y Oscar debieron demoler una hermosa casa de Alem al 800, de la familia Grieco y todo lo que les ocurrió internamente durante el proceso. Comparto un fragmento de esta historia con los lectores.

Así las cosas, en mayo de 2010, los hermanos tropezaron con la fachada de una casa muy simbólica por su estilo constructivo, propiedad de la familia de Elisa B. de Grieco, en Alem 860. Es probable que nadie que habitó el Tandil de los años felices haya olvidado algo o mucho de lo que era esa casa, con sus dos plantas calcadas (un departamento en cada planta y la escalera a la entrada para un uso netamente familiar) y el origen de la data de su construcción: el año 1959. La hizo la pionera de las mujeres arquitectas, Ruth Elsa Massera de Castelnuovo, en una época donde sólo había varones en la profesión.

En efecto, la casa de Alem no era una casa más. Su diseño, sus formas, su línea disruptiva para la época en que se construyó, la hacían única debido a su personalísimo estilo, por otra parte (o sobre todo) carente de lujos y ostentación. Doña Elisa Bragio de Grieco (abuela del dirigente radical Juan Domingo «Tati» Loustau) vivió allí con su marido Domingo Francisco Grieco y sus dos hijos varones, Domingo y Alberto. Grieco era cerealista y tenía campo en Vela. Naturalmente, se trataba de un hombre de buena posición que entendía la riqueza con el espíritu campechano y sencillo de las familias millonarias de antes: ejerciendo el buen gusto de no caer en el pecado de ostentación ni exhibición de riqueza, un concepto que cambiaría completamente treinta años después con la aparición del menemismo y su flamante criatura: la del nuevo rico, portando una escasa ilustración y una necesidad imperiosa de figuración pública. Lo cierto es que tras la muerte de Domingo, ocurrida en los años 50 y luego del fallecimiento de Elisa, la casa de la calle Alem estuvo en venta y cerrada durante muchos años, con el detalle de que los herederos no tocaron nada de su interior y la mantuvieron en forma con una severa limpieza.

Era una propiedad tan espaciosa y elegante que en su momento había liderado las construcciones de su tiempo, debido a la calidad de sus materiales, su cariz innovador y anticipador: se trataba de una propiedad que se había adelantado a la nueva línea constructiva. Como si fuera un faro luminoso que en medio de la negrura del mar y de la noche le anuncia a los barcos y a los pescadores la buena nueva de lo que hay más allá de sí mismo, en el cercano porvenir. Una casa que era sobria por fuera, distinguida por dentro y con un gallinero en el fondo, para no desentonar con el origen rural de los dueños.

Los hermanos Bértoli compraron la vivienda pero al entusiasmo por la confirmación de un nuevo desarrollo inmobiliario, se les cruzó como una sombra perturbadora el malestar de un fantasma inédito: por primera vez sintieron que la demolición les pasaría una factura anímica que iba incluso más allá del preciso momento emocional de la destrucción en sí. Porque una cosa en sí misma, definida y pertinente, es la pena emotiva, una suerte de sentimentalismo de base que todo vecino que ha nacido bajo este cielo percibe por el afecto al pasado que se ha ido, aunque en esta instancia se estaba poniendo en juego otra cuestión. El concepto que tan magníficamente escribió la poeta Virginia Woolf: «El pasado es valioso porque las emociones nunca se comprenden en su momento». Y mucho más con una casa que se había anticipado a su época. La compra de la propiedad, impulsada por la visión de construir un edificio en una ubicación muy distinguida y el instante de la demolición les produjo emociones encontradas y una sensación muy contradictoria. «Nunca nos había ocurrido, fue la única vez y sería la última vez que nos sucedería», recuerdan Oscar y Guillermo. ¿Qué había pasado? Que eso que había interpelado la conciencia moral de los hermanos no sólo era el aspecto sentimental de un lugar del pasado como tantos otros que hay en la ciudad, sino algo mucho más profundo: la casa tenía -sobre todo para los Bértoli- un valor histórico por su diseño arquitectónico, su construcción y su estética. En suma, les dolía tirar abajo una edificación de la cual, como profesionales, sabían perfectamente el valor edilicio y patrimonial que tenía.

Ellos lo explican así, con el ejercicio de una fuerte autocrítica sumado al de la honestidad intelectual: "Era destruir un bien edificado, con una importancia cultural arquitectónica muy apreciada por nosotros. Percibimos que íbamos a demoler una edificación que nos comprometía para explicar su destrucción. ¿Cómo íbamos a justificar la importancia, que era algo obvio para nosotros, de la metamorfosis del espacio viejo por otro revitalizado? Se nos planteó el conflicto apasionante entre la resistencia del pasado y el impulso del presente. Nosotros creíamos en la 'destrucción creativa' acuñada por Joseph Schumpeter como un proceso necesario de innovación y recuperación, lo nuevo por lo viejo, es más, lo aplicamos permanentemente en cada uno de nuestros desarrollos, pero cuando chocamos con estas construcciones emblemáticas, para nuestra percepción, nuestra conciencia también se resistió al primer paso del proceso de construcción, que es la demolición. Nos dimos cuenta que la 'destrucción creativa' no siempre se cumple plenamente, hay circunstancias que ponen en duda si lo nuevo siempre es lo mejor. Debimos reflexionar acerca del modo en que la arquitectura posmoderna se apropia y resignifica los estilos y géneros del pasado. Fueron sentimientos contrapuestos que solamente nos pasó con esta demolición".

Como si fuera poco, la fachada escondía del otro lado el invaluable tesoro no sólo del pasado en sí, sino de un pasado generacionalmente en común. Cuando los Bértoli ingresaron a la vivienda, una vez que ya la habían adquirido, fue como si cayeran de golpe en el hondo bajo fondo de una memoria vibrante e intacta, un viaje al Titanic lugareño de la década del 70, donde el reloj del tiempo se había detenido en un instante, por alguna circunstancia real o imaginaria, empírica o metafísica, dando lugar a una vertiginosa sensación de materialidad de un pasado donde cobraba vida lo más ancestral y remoto de cada objeto y cosa con que tropezaban recorriendo los ambientes (la vajilla, los cuadros, una lámpara, una mesa), es decir la pulsión rediviva del ayer que habitaba el interior de la propiedad. Al recordar aquel instante, Guillermo todavía conserva la sensación de belleza y estupor: "Era como si hubiéramos entrado a la época de nuestra adolescencia. Ropa, revistas, calendarios, todos objetos de esa época conservados perfectamente. Varios libros contables de la década de una de las principales concesionarias de autos de la calle Sarmiento transcriptos con excelente caligrafía y detalle, mostraban la profesionalidad seguramente de un Tenedor de Libros de ese tiempo que ya no está".

Fuente: Identidad Bértoli, 30 años de Desarrollos Inmobiliarios. El Hage, Elías; Levy, Pomy.


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