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El arte del telegrama

Ya he dicho que voy a empezar a patentar mis diálogos con el arquitecto Richard Castejón. Como los dos trabajamos en nuestras casas, al atardecer tenemos la sana costumbre de cortar el trabajo con unos mates.

Generalmente paso yo y como verdaderos emblemas del viejochotismo nos tomamos unos mates en el porche: su casa tiene ese espacio casi extinguido del paisaje edilicio llamado "porche", que significó la superación estética del zaguán pero del mismo modo su ocaso erótico. (El zaguán es otro de los tópicos pendientes).

Nuestras charlas breves suelen ir del presente y rematarse con fetiches del pasado. Todavía no nos hemos detenido en la contemplación algo melancólica del teléfono fijo, artefacto en extinción por el que hace 40 años una casa, de tener la línea, cotizaba el 30% más de su valor. El escritor Martín Kohan le dedicó un libro al teléfono en sí, que recomiendo, y un gran capítulo al ícono más deseado: el aparato fijo, que fue primero blanco o negro -no lo recuerdo bien- y luego derivó en otros colores más suaves, como el celeste y hasta el verde claro.

Como todo lo que nace desde ese mismo momento está destinado a morir (cita que Borges aplicó con su agudeza al amor, como para recordarle a los incautos que el primer día de un gran amor también sella lo que será el último), el teléfono fijo ha muerto sin pena ni gloria, a manos de la telefonía celular, que llegó para recordarnos, por antítesis, que alguna vez fuimos libres y pudimos vivir sin el telefonito.

Pero ayer (el ayer de hace unos meses) saltó, en el porche de Richard, el recuerdo del telegrama, ese artefacto de papel más o menos temible (si se trataba de un despido) y mucho más temible si traía consigo una noticia irremediable.

Le contaba Richard que en diciembre había cumplido años una novia que tenía, una ex que no vive en Tandil, pero en la memoria del romance quedó fijo el día que nació. Entonces Richard, jodón, me dijo: "Mandale un telegrama".

Nos reímos y nos pusimos a hablar de esa especie de epístola breve y súper rápida que tenía algo de sabio en su composición: había que apelar a la síntesis porque al telegrama te lo cobraban por palabras. Entonces a Richard se le ocurrió recordar el económico telegrama que su padre enviaba para cualquier ocasión, sea velorio, casamiento, cumpleaños o lo que fuere: "IMPOSIBLE CONCURRIR - ESPIRITUALMENTE CON USTEDES".

Una genialidad del género telegrama que lo hacía caer siempre bien parado.

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