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Baldazo

Se llamaba Mónica y en aquellas tarde de verano del 74 esperaba el colectivo amarillo en Centenario (hoy Fuerte Independencia) y 25 de Mayo, que la llevaba a trabajar a una tienda que quedaba en la otra punta del pueblo.

Llevaba puesto un vestidito azul, medianamente por arriba de la rodilla, y era una mujer hermosa que tenía lo que Juan Forn supo describir con precisión como un don habitado en muy pocas mujeres: había "silenciado ese ronroneo casi imperceptible que produce la belleza de las mujeres que se saben atrayentes". Era una belleza sin ostentación.

Todos en el barrio quedaban en trance hipnótico frente al vestidito azul. Entre tantos varones, estaba Luis, cuya imponente timidez era directamente proporcional a la belleza de Mónica. Y cada vez que llegaban los días de carnaval pasaba lo mismo.

Vaya a saber por qué esos varones profesaban la chambonería y la estupidez con tanta fe, porque todo lo que se les ocurría para acercarse a Mónica y seducirla era emboscarla en la parada del amarillo y vaciarle un balde de agua... ¡cómo si ese acto infeliz y esa mojadura cobarde que la obligaba a volver a su casa para cambiarse pudiera lograr el efecto mágico de conquistarla! Cualquier cosa podría haber sido mejor, no sé, un verso de Bécquer, un licuado en Bolichito Blanco, o arriesgarse y robarle una rosa del jardín a la vieja Ernestina, que te podía cortar la mano si te pescaba, cualquier cosa iba a ser mejor que ese baldazo imperdonable.

Cada carnaval, por otra parte, acentuaba la belleza de Mónica y la introversión de Luis, que para colmo tampoco era muy dotado para la conversación.

Y un día pasó que se alinearon, sin quererlo, las estrellas invisibles. Mónica estaba esperando el amarillo que ya venía por mitad de cuadra, cuando se le acercó el Ropero Espinoza, nieto, bisnieto e hijo de fleteros. Se le acercó con un balde que no parecía un balde: parecía el tanque de agua de la plaza de las Carretas.

Mónica lo vio llegar desde su pavor, calculando que el Ropero por una cuestión de distancia iba a ser más rápido que el colectivo. Y así fue. Le sacudió el baldazo soltando una carcajada idiota, a quemarropa, y Mónica quedó petrificada sobre el cordón. Y cuando al balde no le quedaba ni una sola gotita de agua, y cuando la risa idiota del Ropero Espinoza se disolvió en la tarde como una mueca desencajada, y cuando Mónica vio que su vestidito azul seguía allí, intacto, indemne, como si llevara puesto el mismísimo cielo de febrero sobre la nube blanca de su cuerpo, entonces vio que entre el balde bestial y ella se había interpuesto una sombra inesperada, un pibe llamado Luis que empapado de los pies a la cabeza sólo atinó a sonreír. El amarillo siguió de largo y el resto de la historia está guardada entre los pliegues secretos de la memoria del carnaval.

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