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Las hermanas

A menudo me preguntan dónde están las historias, como si en algún lugar más o menos secreto hubiera una góndola y, expuestas, por género, a la mano, se exhibiera el stock: cuentos, crónicas, novelas, aguafuertes, notas.

Está claro que no es así. Las historias están en todos lados y en ninguno. Por lo tanto, el imperativo es que el que escribe debe saber verlas. O intuirlas. Porque muchas veces una historia que llega de oídas, es decir que alguien la vio o que la oyó, llega como un relámpago, con esa brevedad inasible, como algo que tal como se contó, así, de modo efímero, se habrá de desvanecer, por ejemplo en medio de una cena de Navidad. Entonces se impone estar atento. Es la famosa escucha del que escribe.

Es lo que pasó con la historia de las dos hermanas. No tengo datos, pero como estoy trabajando -después de escribir la larga marcha de una novela- en historias muy breves, tampoco los datos resultan imprescindibles. Y además, porque esto es lo que pasará, seguramente, cuando esta historia se lea: serán otros los lectores que terminarán de escribirla. Incluso con los datos duros, por ejemplo los nombres de los dos personajes de esta historia.

Sabemos que eran dos mujeres. Vivieron en la galaxia del Tandil de los años felices, allá por las décadas del 60 y 70, sobre calle Centenario (hoy Fuerte Independencia), al lado del edificio de Cáritas, en una casa ya demolida donde actualmente hay una playa de estacionamiento.

La casa eran en verdad dos casas. Dos casas en una, por decirlo así. Adelante vivía una de las hermanas; en la vivienda de atrás, la otra. Si hay cosas tristes y no muy comprensibles en esta vida, es la pelea entre hermanos. Pero bueno, sucede. Era, pues, lo que ocurría con las hermanas de calle Centenario. Estaban peleadas, como quien dice, a muerte. El tema es que para salir o entrar de la casa existía el riesgo latente del cruce, porque la entrada y la salida era una sola, la puerta sobre Centenario que se abría el mundo de las dos casas. Los vecinos recuerdan una suerte de planificación aplicada, tácitamente, entre las dos hermanas para evitar cruzarse. Había como horarios establecidos: cuando una salía, la otra se quedaba y esto se hacía extensible a trámites, compras, visitas al médico y muchos etcéteras. Católicas hasta la médula, iban a horarios diferentes de la misa que daba monseñor Actis en la cercana Iglesia Matriz. Suena raro que el cura, si sabía de este incordio, no haya intentado la reconciliación.

Nunca se supo por qué pelearon desde el día que se disgustaron para siempre. Cualquier hipótesis es posible, pero bien cabe aclarar que si fue por una cuestión de faldas (o de pantalones) ambas terminaron sus vidas solteras. El calificativo cruel de solterona se aplicaba para la época.

Vivieron así, en la misma propiedad dividida en dos casas, una al frente y otra al fondo, con el aljibe compartido, durante la friolera de sesenta y pico de años. Jamás volvieron a hablarse, ni a mirarse, ni a permitirse, siquiera, el saludo. Se llevaban pocos años de diferencia. Primero murió la más grande, y cuando por fin, la más chica iba a tener toda la casa para ella sola, eso que llamamos Dios no le dio el gusto: ella también falleció poco tiempo después.

La casa quedó deshabitada y luego fue demolida. Ahora la curia explota sobre los cimientos de esa desdicha entre hermanas (esa versión menos cruenta y femenina que la bíblica de Caín y Abel) una playa de estacionamiento.

Cuando pasen por ahí, por la vereda, piensen que allí hubo alguna vez dos hermanas que se negaron a sí mismas el vínculo filial con que llegaron al mundo. Y con que se fueron también.

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