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La bajada (lo que se escribe y lo que se lee)

El otro día en mi red social Facebook conté esta viñeta que titulé "La bajada":

El hombre, un laburante, tiene una chata vieja con la que trabaja. A veces a la mañana no le arranca. Prueba un par de veces hasta que el burro, agónico, le hace saber a la batería que el de arriba, el del volante, no insista porque se pudrirá todo.

El del volante interpreta el exacto momento en que la santísima trinidad (alternador-burro-batería) lo dejará definitivamente de a pie y hace lo siguiente. Se baja de la chata y aprovecha las dos ventajas que le ha dado la casa donde se mudó: la primera bajada, en contramano, de apenas diez metros hasta la esquina. Es una pendiente suave, pero le basta con empujar un poquito la chata para que solita se acerque a la segunda Gran Bajada, la de calle Arenales.

Ahí sí, entonces, el hombre sólo tiene que subirse, con la chata levemente en movimiento, dejarla que gane un poco de velocidad y hacer lo que hace todo el mundo (una enseñanza que debe venir desde la cuna) para arrancar un auto con el motor apagado si tenés una bajada a favor o alguien que te empuje.

Todo esto que hace el muchacho, superando esa leve contrariedad cada mañana, es un acto que se disolverá entre las múltiples peripecias del día. No hay por qué pensar, entonces, que hoy será distinto. Pensar que la chata le arrancará de una, o pensar, que tendrá que volver a reiniciar todo el proceso descrito. Pensar que desde arriba de la calle Arenales hacia la esquina, por la gran bajada, no vendrá nadie, ni moto, ni auto, ni colectivo, nadie, porque de eso se trata filosóficamente la vida: de llegar a la esquina y que no haya nadie. Pues en caso contrario ya sabemos lo que va a pasar, ya sabemos que ocurrirá lo inevitable, ya sabemos que habrá aguantar el golpe, ayudarse con la bajada y seguir para adelante.

Tras la publicación, los lectores -que siempre sigue reescribiendo una historia- me hicieron saber de otras bajadas donde no siempre ese impulso juega a favor del que desciende.

Por ejemplo, dijo Omar, la bajada de una montaña. A su criterio (y debo creerle porque de montañismo no sé nada) las peores catástrofes para el escalador ocurren cuando se baja y no, como pensaría un lego, cuando se sube.

La lectora Susana tomó para otro lado, digamos el lado no físico de una bajada. "La bajada emocional, la pérdida de energía, la bajada que te baja, con perdón por la redundancia, las defensas", dijo. Otros tomaron para el lado de las bajadas geográficas del pago chico: la bajada de la Fuente de los Vascos, la bajada del Fundidor, la bajada de la Belén, en fin, una antología de bajadas en una ciudad pródiga en esos accidentes geográficos.

Lo cierto es que en la historia que conté siempre talla lo que uno escribe y lo que los lectores leen e interpretan. La mayoría se detuvo en el "estar viendo" la escena, como efecto narrativo de la descripción, es decir en la forma de la historia y su personaje pero no en su sustancia. Fueron, no obstante, un par de lectores (y creo que fueron muchos más) los que me hicieron saber a lo que realmente apuntaba la historia como metáfora: a esa triste fatalidad de ir a citas que nunca se concretan (la idea de que en la esquina no haya nadie), o su reverso: que haya alguien y la historia termine mal, que es como terminan la mayoría de las historias. De ahí entonces la importancia de la bajada: bancarse el golpe, aprovecharse de la pendiente para recobrar el impulso y seguir hacia el futuro, que es el único lugar posible. No es la utopía de Galeano (la utopía como ese horizonte hacia el que uno camina y nunca alcanza porque siempre se mueve) ni la ucronía: un hecho que nunca ocurrió o que en la vida real sucedió de manera diferente. A cierta edad una providencial bajada es la mejor socia del porvenir.

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