Historias VOLVER

28 de diciembre de 1971

Don Carlos, un lector, mayor, que trabajó en la Taberna de Manolo y se enteró que había escrito esta historia para el libro de recetas de cocina de Emilio Pardo y la había contado en la caverna de Syquet, me dijo que le gustaría leerla. Así que con el permiso de Emilio, acá va una de las historias más lindas ocurridas en la mítica taberna de la familia Aguilera.

La maldad en estado puro, se lo aseguro como que me llamo Horacio. Todavía puedo verlo, clarito, en mi mente. Cincuenta años después, me dura la impresión de lo que pasó aquella noche de 1971 en la Taberna de Manolo, la original, con el barril de la fachada que en el 64 había construido el carpintero Frontini.

Yo era mozo de bracería, don, porque así se lo llamaba en esa época, cuando el mozo era un tipo que aprendía el oficio bien desde abajo, como una verdadera escuela. Ningún patrón te iba a largar al salón así nomás. Primero lo primero. Observar y aprender de los que saben. Lavar copas, barrer pisos, lo básico.

Al mozo se lo llamaba de bracería porque hacía todo con el brazo, y así se aprendía a llevar la bandeja, primero vacía, sin peso, horizontal, planchada sobre el antebrazo. Y después con pocillos de café, con platos, con botellas, con fuentes. El peso de lo que se llevaba iba subiendo a medida que uno le agarraba la mano a la bandeja. Y un gastronómico de verdad sabía muy bien cuándo era el momento de largarte al salón. Porque cualquier mozo de los de antes, de los señores mozos, era fácilmente distinguible por la elegancia con la que caminaba llevando la bandeja, por la forma de plantarse frente a la mesa, de hablar con los comensales y nunca, pero nunca, tomar nota del pedido. Para eso teníamos la memoria. Ahí estaba el estilo. Y había sitios, como lo de Manolo, donde al mozo se le exigía ese estilo, porque era acorde con el prestigio del lugar. Manolo hacía la mejor mayonesa de ave del país, sí, don, ¡del país! Largamente había superado las fronteras del pueblo.

La fama de su mayonesa de ave había llegado tan lejos que más de una vez los artistas que llegaban a Tandil para hacer sus espectáculos, después de la función cenaban en lo de Manolo. Dicen que una vez el Pícaro Conforti la vio a Tita Merello en una mesa de la taberna y que ahí se le prendió la lamparita.

La cosa es que una noche en el bar el Pícaro le dijo al Palito Mastrángelo que el viernes iba a estar en el pueblo, de incógnito, la mismísima Coca Sarli. Que el dato se los había pasado Ferraro, el dueño de todos los cines de Tandil en los años 70, imagínese, era una voz calificada, un dato posta posta viniendo de donde venía. Le dijo que la Coca iba a estar filmando en secreto una escena de su nueva película en el Manantial de los Amores. Y que iba a parar en el Gran Hotel de la Avenida España. Era un bolazo total porque el manantial ya se había secado, pero si la Coca tenía un fanático incondicional en este pueblo, ése era Palito.

Había aprendido de muy pibe el oficio de despostador en la carnicería de Anglada, y más que un carnicero parecía un jockey. Flaquito, un metro cincuenta de altura, era el más rápido a la hora de descuartizar una media res. Y bueno, era un fanático de la Coca. En el Súper el acomodador lo tenía junado: a «Insaciable» la había visto seis veces; «Éxtasis tropical» ocho, pero con «Carne» había batido todos los récords: la había visto once veces al hilo. Lo volvía loco la escena de la Coca adentro del camión frigorífico, en pelotas. En una función, posesionado, se salió de las casillas. Se paró arriba de la butaca y le gritó a la pantalla, al tipo que venía a culearla: Hijo de puta, no te abusés de una mujer indefensa, le gritó. Imagínese el jolgorio en la sala. Crujían y se iban para atrás las butacas del ataque de risa de los espectadores. Decía que por esa escena nomás a la Coca le tendrían que haber dado el Oscar y otras insensateces por el estilo. Pero bueno, era su rollo y nadie tiene derecho a meterse en los delirios de nadie, al menos ese es mi parecer.

La cosa es que el Pícaro Conforti lo fue meloneando con que la Coca iba a estar el sábado en lo de Manolo, que ya le habían avisado que tenía un admirador incondicional en Tandil, y que con todo gusto ella le iba a firmar un autógrafo. Que no se podía perder la oportunidad de su vida. El Pícaro era de hacer esas jodas, algunas más pesadas que otras y sobre todo con el día de los inocentes. Tenía una fijación con eso, y siempre alguien caía en la volteada. Si hasta lo convenció de que la avisara al Flaco Peuscovich, el fotógrafo, porque en ese tiempo los que sacaban fotos eran los fotógrafos socialeros, no había una cámara fotográfica ni de casualidad. Así que imagínese que desde el lunes empezó la cuenta regresiva para Palito y cada día que pasaba se iba potenciando la ansiedad, los nervios, el preparativo del atuendo que iba a usar para la ocasión, justo el día de los inocentes, justo un sábado, con la taberna reventando de gente, y la delicia de la mayonesa de ave en cada plato, porque ir a lo de Manolo Aguilera y no entrarle a ese plato sería algo así como le pasó a Collins, el tercer astronauta del Apolo 11, que se quedó a diez cuadras de la Luna, dando vueltas como un infeliz adentro del módulo, mientras los otros dos se quedaban con la gloria del alunizaje. Es una comparación, tal vez un poco gruesa, pero se lo digo para que se entienda, ahora que la perdimos, lo que era la Taberna de Manolo y su plato de locura que los entendidos atribuían a que el gallego no le mezquinaba con las porciones de pollo y al secreto de su mayonesa, que era de elaboración casera.

Por último, ya sabemos que nadie de los que no estuvieron en el restaurante cree lo que pasó. Negacionismo puro. Ya sabemos que nos han tomado por chiflados, por fabuladores, que han dicho que la bebida tenía algún mejunje que nos hizo perder el juicio. Es cierto que uno, dos, hasta cinco tipos pueden desvariar, tener un cortocircuito mental. Pero, ¿a todos los presentes que fuimos testigos del hecho en la Taberna nos saltó la térmica esa noche? Eso es lo que embroma, la desconfianza, que no le crean a uno. Eran unas cincuenta personas comiendo, estaba repleto el salón, pero ni al otro día, ni pasados los meses y las generaciones, cincuenta años después, nadie cree lo que realmente pasó: que Palito, vestido con un traje a medida, atravesó la puerta barril de la Taberna, que entró al salón con el pelo aplastado por la Lord Cheseline y los ojos atónitos, y que lo primero que vio entre el bullicio de las conversaciones y el ajetreo de los mozos, fue la mesa cubierta con el mantel blanco, un balde con hielo, una vela y la botella de champaña. Y que mientras avanzaba, trémulo, feliz, con esa sensación de estar subiendo hacia el cielo, tal como le pasaba cada vez que se levantaba de la butaca para irse del cine al final de la película, en lenta subida, a solas con sus pensamientos, vio que la Coca, con un vestido negro, con lentejuelas brillantes, levantaba la copa y sonreía, su boca entreabierta entre las burbujas doradas y su dientes blancos y perfectos. Cuando por fin llegó hasta la mesa, Isabel Sarli le preguntó eso que él había esperado toda su vida: ¿qué pretende usted de mí? Ya le digo: nadie de las setenta mil almas que tenía el pueblo en ese momento se atrevió a creer en la genuina felicidad de un inocente, nadie, ni siquiera cuando Palito le contestó que no pretendía nada. Que con sólo verla como la estaba viendo ya estaba todo cumplido.

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