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El Loco Paco y los 113 años de la República

Había, para los vecinos del siglo pasado, un cruce que era un cruce ferroviario y también un cruce cultural. Era el cruce de las vías del ferrocarril. Ese cruce separaba la ciudad urbana, céntrica, con ese otro lugar que había crecido a espaldas de la estación de trenes para poblarse de trabajadores ferroviarios y metalúrgicos.

Ese cruce como una frontera imaginaria tardó bastante tiempo en borrarse de la idiosincrasia mental de los que vivían de este lado, de Del Valle para acá. Porque de Del Valle para allá estaba la otredad, en cierto modo lo que nunca terminaba de conocerse, ese lugar que era como una ciudad pequeña, dentro de la ciudad grande, pero fuera, en los bordes, y tan particular en sí que hasta sus vecinos le habían dado el mote de República. Como si fuera, en efecto, una República independiente de Tandil, nacida, dicho sea de paso, durante un remate de tierras.

Sabemos que todo comenzó con la señal de un camino laborioso: con una loma. La loma de Quintana. Sabemos que a partir de esta suerte de accidente geográfico que inspira una idea de sacrificio (el hecho de treparla) la Villa empezó a crecer y a tener su escuela, su parroquia, su sociedad de fomento, su biblioteca, la Popular Sarmiento. Fueron los hacedores de aquella biblioteca de los 60 quienes lograron un hecho culturalmente épico: que Jorge Luis Borges diera su charla en la Villa, cuando toda la ilustración aristocrática de la Biblioteca Rivadavia, tras perder la batalla por llevar al escritor a su recinto, debió cruzar la vía, envuelta en tapados de piel y relucientes alhajas, para escuchar al maestro en una biblioteca proletaria, charla que terminó, por gentileza de Haydeé, la dueña del restaurante el Imperial, en una cena donde Borges comió, como no podía ser de otra forma, "una plato grande de arroz don dos huevos duros".

Entre los pliegues de la historia, entre hombres y mujeres notables y gente común, aún flota la sombra de un personaje un tanto border y muy entrañable, nacido en el corazón de Villa Italia: el Loco Paco.

Lo poco que sabemos de él era su ritual: iba al menos tres veces por semana caminando (o en bici) de la Villa al cementerio a llevarle una flor a su madre. Cuando escribí el libro de los setenta años de la Usina, tropecé con otra historia de Paco, pues su vida estuvo ligada íntimamente a la Usina Popular. Sobre todo en un lugar físico que el habla coloquial conocía como el "salero"

Luego que murió su amada madre, Paco prácticamente hizo del salero su lugar de vida. ¿Qué fue el salero? Se le llamó así al predio que sobre calle Nigro, frente al edificio actual de la empresa, tenía la Usina y estaba dominado por la presencia de las piletas. Los trabajadores salaban el agua caliente que luego sería utilizada para los motores. Paco había encontrado un modo simpático de hacerse de unos pesos cuando las vecinas le pedían que les alcanzara unos baldes de agua bien caliente para sus tareas domésticas. Luego, ya en la década del 90, Paco solía pasar buena parte de sus horas en su "refugio" de la vieja Sala de Máquinas, y cada fin de año, impecablemente vestido, participaba de la fiesta con que la empresa agasajaba a sus trabajadores.

Hoy la República celebra sus 113 de historia. Para los vecinos que llegaron recientemente a la ciudad, cruzar la vía no significa nada. Para los que nacimos aquí sabemos que en ese cruce estaba cifrado el mundo de las metalúrgicas, el mundo de la Usina, el mundo de los ferroviarios, el mundo de los bailables y aquel modesto club de fútbol llamado Doce Estrellas que inspiró las doce estrellas que cubren el manto de la Virgen de la Iglesia de Begoña, el padre Passareli, el puente del Azul a donde paraban los circos, la Metalúrgica, ese universo que inventó Selvetti, el Dámaso Latasa, el altivo y temible trampolín de la pileta de Ferro, la loma incipiente convertida ahora, ciento trece años después, en el segundo centro comercial de la ciudad. Y como este es un sitio de historias y de personajes de esas historias, el Loco Paco, eterno con su flor y con su madre, y los saleros de la Usina, y los baldes de agua bien caliente que les llevaba a las vecinas para ganarse unos pesos. El Loco Paco, libre, feliz, que iba a venía cruzando las vías del tren, como un verdadero ciudadano del mundo.

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