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Más que un club, más que un teatro

La obstinación. Eso para empezar. Porque no hay forma de que algo se concrete -digamos algo que cueste, que suene a utopía, a quijotada- sin el motor de la obstinación.

Entonces si está eso, el obstinarse, el no rendirse, el -¿por qué no?- obsesionarse con la idea, con el proyecto, con el boceto de eso que se prefiguró, digamos, primero en una servilleta de papel, o en una hoja cualquiera, a mano alzada, o que tal vez sólo, en su génesis, alcanzó una dimensión oral. Tal vez, entonces, lo primero fue eso: un deseo hablado entre dos amigas que bien podrían haber sido hermanas. O que, como lo dijo la que llegó hasta el final, y le dedicó a la amiga ausente esa categoría de hermandad, de vínculo de sangre, de familia, fueron aún hermanadas tan distintas una de la otra que hasta cuando disentían encontraban el justo punto medio para que las dos tuvieran razón.

Eso dijo, en el atardecer del domingo, a la hora de las palabras, Marcela Juárez. Porque si algo estaba claro entre los presentes, los muchos presentes que se acercaron a la calle Roca, en el borde con Marconi, si algo estaba claro, como una paradoja sin sorpresa, era la poderosa ausencia de Alejandra Casanova.

De modo que, antes de cortar las cintas, a la hora de las gratitudes, antes de que oficialmente la ciudad disponga de una sala de teatro independiente, y el Club del Teatro por fin, luego de algo así como veinte años de teatro y enseñanza, llegara por fin a tener su casa propia, Marcela trató de no olvidarse de nadie, entre ellos la familia Mazzone del Hotel Plaza (por la paciencia que tuvo en los duros días de la pandemia, cuando había que pagar el alquiler con salas vacías y cero actividad), a Miguel Lunghi, pues el Municipio siempre estuvo al pie pagando la mitad de ese alquiler, cuando el Club del Teatro, en memorables y muy duras jornadas, se quedó sin el lugar donde nació, sobre calle Rodríguez, al lado del Teatro Cervantes, una sala ahora ya largamente demolida para la construcción infinita del Paseo del Banco, entre otras gratitudes que Marcela hizo saber con la voz tomada por lo que significa haber llegado al final del viaje. Más que un club y más que un teatro, lo que ayer se inauguró fue la laboriosa defensa de un sentimiento, de hacer del teatro una forma de vida.

Entonces lo que queda es el futuro, o sea mañana mismo. Una sala preciosa, con una disposición parecida a La Fábrica, de la Unicen, y un logro extra que es tan importante como la obra misma: el teatro se salió del perímetro de las cuatro avenidas chicas, se atrevió a irse de la comodidad (relativa en términos de densidad urbana, estacionamiento etc.), pero sí con la osadía de establecerse lejos de la idiosincrasia mental del microcentro, insubordinada a ese mandato de lo céntrico como garantía de visibilidad). La opción de retirarse del embudo no es una novedad -el Teatro de Confraternidad sería uno de los ejemplos- pero sí un rasgo que confirma la tendencia del Tandil actual: la ciudad crece y se expande, y ese estirón forma parte de su nuevo cuerpo y rostro.

Si el teatro es la vida misma, si es ilusión y rebeldía, si es fantasía y representación, si es esperanza y fracaso, si es el siempre imprescindible ritual de contar una historia -y de animarla, de ponerla en acto con su trama y sus personajes-, por todo eso mismo el teatro también es un escenario vacío (y un libro muerto de pena). La pena tal vez unánime en el día de ayer fue que allí mismo, al lado de Marcela, cortando las cintas, no estuviera Alejandra, un directora teatral notable y una entrañable persona, el otro motor de esta historia que tiene bastante de epopeya.

Como sabemos, muchas veces la vida (digamos el azar, el destino, lo que quiera que sea) es injusta. Frente a eso a menudo no queda otro camino ni otro combustible que la obstinación, el sentido de la mística que también reinventa el vacío de la ausencia, y hace del triste apagón un hueco de luz que fulgura, perdurable, en la memoria.

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