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La maldición demolida

A dos cuadras del centro, el inmueble de la esquina de 14 de Julio y Pinto rompió con todos los récords de negocios arruinados. Fue demolido la semana pasada y -que se sepa- no cayó una lágrima por él.

Alguien sabrá su historia antes de la era del fracaso. Era una digna casa de esquina, construida a mediados del siglo pasado, que el tiempo apaleó de a poco, hasta convertirla en otra cosa. Una casa se convierte en otra cosa cuando cambia su destino. Y se transforma, de la noche a la mañana, sepultando la memoria de los ausentes, en un negocio.

Una verdulería. Una carnicería. Un maxikiosco (versión adversamente superadora del kiosco común y corriente al que íbamos cuando éramos chicos).

Tal vez la perdió, a la casa, su ubicación. Suena a paradoja pues la ubicación es (era) inmejorable. Cuando las decenas de inmobiliarias que estampaban su cartel sobre sus paredes mustias la ofrecían a los ingenuos que nunca faltan, la tentación centralísima era precisamente esa: su cercanía con el centro. A dos cuadras de la plaza, decían, como si eso significara algo para ese algo (vamos a decirle el alma contrariada) de esa casa que hacía regir una ley biológica irrefutable: cuanta más se observa el deterioro, más vertiginoso es el fracaso. Ni los foquitos de carnaval -hubo un inquilino que los colgó- le disimulaban el aire tristón del ocaso.

Como si los antepasados que allí vivieron no quisieran a nadie más adentro, la casa -devenida en local, en esquina- fue pasando durante más de treinta años de rubro en rubro con el final cantado: todos se fundieron por igual. No se salvó ni el rapipago, y eso es decir mucho. Porque parece difícil fundirse con un rapipago. Tampoco anduvo el cibercafé, la fiambrería y la ya remota fonda de artículos regionales.

También cayeron decenas de "comercios de cercanía", tal el significante que se les asigna a estos negocios de barrio que tienen precisamente en su barrio el corazón de su clientela. El problema, tal vez, es que 14 de Julio y Pinto no es un barrio. Y tampoco es "el centro". Es un borde, la periferia del centro, o sea ni chicha ni limonada. Uno podrá decir que otros comercios en su misma situación geográfica funcionan. Y es verdad. Pero en esa esquina nunca. Nadie, nada, nunca, parecían decir -citando la novela de Saer- los que allí vivieron, los sin nombre, los olvidados de la historia.

Y fue, al final, nadie, nada, nunca. Tanguero arqueo del fracaso: cuarenta balcones y ninguna flor. El último negocio pasó tan rápido que no dejó ni la estela.

Hará cosa de tres o cuatro semanas la tapiaron. Y en tres días no quedó nada. Lo que viene, en un punto así y con la delirante burbuja inmobiliaria en que se convirtió la comarca, no es difícil imaginarlo.

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