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La ventana abierta

No lo había pensado -al menos tanto- hasta la semana pasada: escribir con la ventana abierta del lugar donde uno trabaja, produce dos fenómenos: evitar el aislamiento total, por un lado, y, por el otro, conectar con el mundo. Y como en el mundo, en este lado último de la tierra, están pasando cosas, escribir, entonces, está lejos, lejísimo, de la impoluta torre de marfil (figura un tanto anacrónica de la literatura) y, más aún, de la famosa cueva o sótano con que soñaba Kafka: las condiciones de escritura en máxima soledad.

Entonces suceden dos cosas. Una, el texto en el que uno está, adentro, entre los pliegues del relato, contándose una historia. Contando para después contar. Otra, que la realidad irrumpe y nunca es inocente, si es que uno no se ha convertido, como bastante gente en este tiempo, en un desalmado. Por la hoja abierta de la ventana entra, digamos, la vida. En la pantalla del monitor otra vida, la vida de esa historia que está creando el autor, se ve de alguna manera intervenida, sobre todo cuando el que se asoma del exterior a la ventana está pasando por ese estado que se llama de necesidad.

El primero que apareció fue un tipo de unos treinta años. Con una bordeadora al hombro. Había visto la elevación insurgente de los pastizales en el cordón y en la esquina. Se ofreció a cortar por lo que quisiera darle. Le dije que me perdonara, pero que ese trabajo se lo doy siempre a un pibe del barrio, lo cual no sólo es cierto, sino que me parecía en cierta forma desleal fallarle.

La segunda que se asomó fue una chica, no más de quince años. Venía con un paquete en la mano. Torta de naranja. Estoy vendiendo por el barrio, dijo.

La tercera tres pibes, uno con la camiseta de Boca, también del barrio. Vendían una rifa con no sé qué premio.

La cuarta, que trepó la filita de ladrillos, y, por lo tanto, se acercó aún más a la ventana y por lo tanto a mí, era una chica acompañada de un chico: traía un paquete de velas. "Si se corta la luz y no me compra se acordará de mí", me dijo. Destelló en su media sonrisa el carisma de los buenos vendedores. Y su tristeza soterrada.

El quinto un tipo, un gordo, que se tiró de la caja de una F100, golpeó la puerta, imperativo (el timbre no anda) y cuando se dio cuenta de que tenía la cercanía de la ventana abierta dijo, agitado, cansado, como buscando aire: "Tengo papas, jefe".

El sexto creo que fue un colibrí. A él también la vida le está pegando abajo. Los agapantos, después de su ciclo de esplendor, agonizan, mustios, antes del otoño.

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