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Un tal Amador

Entonces cualquier vecino en el fondo remoto de Actis tropieza con el cartel donde aparece el resultado de una sigla, y ya sabemos, pues, que las siglas -que pueden unir iniciales de apellidos o crear acrónimos- dicen algo, pero no todo. Las siglas tienen su potencia en el sentido de la marca, pero no siempre, y es natural que así sea, cuentan el otro lado de la historia.

Para contar la historia hay que mirar precisamente detrás de la sigla; apreciar el fulgor aun vibrante de lo que fue, de lo que ya no está pero que sin embargo aún late, en presente, en continuo, como si la historia se negara a dar vuelta la página, pues sabemos que esa página se llama Olvido.

Cuando la calle del cura párroco Luis J. Actis declina del pavimento a la tierra, esto es cuando toca la última frontera aparece el cartel y detrás lo que desde el domingo -aunque la historia empezó hace algo así como veinte años con dos canchas de fútbol- se convirtió en un nuevo club de la ciudad: EDAL, dos vocales y dos consonantes que no serían nada sino le damos primero el significante, Espacio Deportivo, y luego el nombre propio: Amador López.

Ahora bien, nunca mejor la idea de que la posteridad se encargue de los ausentes y resignifique su memoria, puesto que para la mayoría de los vecinos -y sobre todo para la ola inmigratoria que sigue llegando desde comienzos del nuevo siglo hasta el presente- Amador López pareciera ser un López más de la guía. Sin embargo, como todos él también tuvo su historia. O la tiene, aunque ya no ande por este mundo.

Fue, como tantos, hablando de inmigración, un inmigrante más. Llegó a mediados del siglo pasado a este rincón del mundo, proveniente de su Lugo natal, y como tantos españoles se abrazó a esta tierra con la misma fe con que el gladiador Anteo abrazó al gigante Hércules (recordemos uno de los mitos griegos más lindos, recordemos que nadie podía con Hércules, el Tyson libio, y que todos caían bajo su fortaleza, hasta que Anteo, muy perspicaz, hizo lo que debía: lo trabó desde atrás, lo levantó por el aire y lo mantuvo así, en vilo, hasta desconectarlo del suelo, ahogarlo y vencerlo, y recordemos que si lo venció fue porque la fortaleza de Hércules estaba basada en la energía cósmica con su tierra. Tener los pies en la tierra sigue siendo mucho más que un lugar común. Y dejar de tenerlos también).

Algo de eso, del amor a la tierra, de esa pasión irreductible, lo distinguió a Amador. Se cree que un pariente le prestó un lote ínfimo y con dos vacas el hombre, en Cuba y La Merced, creó un tambo tan modesto como laborioso, tal como desde siempre se ha entendido el rigor y la disciplina que impone esta actividad. Pero Amador fue por más: aprendió que el tambo como actividad, además de generar consumo y trabajo, crea un bien cuasi perdido: el apego. Por lo tanto contrató a sus vecinos para que trabajaran a su lado, es decir que en ese doble movimiento (crear un tambo y trabajar con sus vecinos) logró el diamante del arraigo. Su carácter, dicen, ayudó en los buenos y en los malos tiempos: jovial, dicharachero, Amador se acriolló de entrada, y esa personalidad siempre proclive al chiste, de una comicidad innata, estaba hecha con la madera de la palabra como el mejor documento. Respondía, pues, al oro de los inmigrantes del siglo pasado, donde nadie tenía que recordarle ninguna deuda, porque sabían que le pagaría a todo el mundo, y porque entendía la razón de ser del trabajo en un sentido comunitario. Por eso era muy usual que Josefa, su compañera de toda la vida, cocinara para todos los trabajadores del tambo... Los que lo conocieron dicen que Amador solía blandir un chiste de su cosecha: "Trabajar mucho es de mala familia porque le quita trabajo a los demás". Por las teorías del humor sabemos desde hace tiempo que no hay chiste inocente...

La biografía de Amador López, creo, no está en las páginas de la historia oficial y tal vez se la hubiera tragado la ciénaga de la indiferencia si no fuera porque, como un tributo en la misma tierra donde se hizo a sí mismo, su familia proyectó su nombre con la creación de un club, el EDAL, que el domingo se inauguró ya dotado de una infraestructura muy importante (un gimnasio con dos canchas de básquet, pileta, y una cancha de hockey sintético), con una inversión privada de magnitud que se valora en momentos económicos tan difíciles, y con 200 incipientes socios. El empresario José María Cano, su presidente, es la cara visible del club; lo acompañan la propia Josefa y sus hijas Cristina y Sandra.

Cuando de joven Amador se fue de Lugo, como se fueron todos, con el ala herida y procurando no mirar hacia atrás, cruzó el mar con dos colores en el alma, los colores del club de fútbol de la infancia. Al llegar a la Argentina, por esa proximidad pictórica sentimental, se hizo hincha de San Lorenzo, los colores que en línea con su legado hoy pintan la camiseta del Club Edal. Son los colores de Amador López, del gladiador Anteo venciendo al Hércules del olvido, fulgurando en ese pedazo de tierra que al otro lado de la ruta 226 celebra su memoria.

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