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La medalla

Prometió, el Pato, recompensa y máxima discreción. Desesperado, le habían robado de su casa la medalla que le dieron cuando la selección ganó el Mundial 78, y no lo pensó demasiado: los ladrones lo que quieren es plata. Es cierto que la medalla tenía su valor, pero también es cierto que no era una de esas pulseras de oro que solían escruchar en los palacetes de las viejas de Recoleta. No. Era la medalla del Pato Ubaldo Matildo Fillol, aunque el Mosquito por una cuestión generacional no tenía idea quién era el Pato.

Se lo dijo Raúl, de sesenta y siete pirulos, el jefe de la banda. Sólo un pendejo no puede saber quién es el Pato Fillol. Eso le dijo Raúl al Mosquito cuando vaciaron el bolso sobre la cama y ahí, vivita y coleando, dorada, intacta, apareció la medalla. El mejor arquero que tuvo la Argentina a lo largo de toda su historia.

Mejor que el Dibu, preguntó el Mosquito. No comparemos, dijo Raúl. No comparemos, son épocas distintas. Pero sí, si me apurás te digo que sí, que fue mejor, pero eso ahora no nos importa. Ahora tenemos que resolver este tema.

Después lo vieron al Pato en la tele, desesperado. Es un golpe terrible, dijo Fillol. Y no es para menos. Debe andar por los setenta y pico, a esa edad la nostalgia te hunde. Andá a saber si de vez en cuando miraba la medalla, si la sacaba del cajón, de donde, al fin, la sacaron ellos. Pero una cosa no quita la otra: tal vez no la miraba mucho, o no la miraba nada, pero sabía que la medalla estaba ahí, siempre ahí, desde el 25 de junio de 1978. Toda una vida, dijo Raúl.

El Pato tenía el pelo ceniza, el semblante descompuesto por la amargura, mirando a cámara, a los chorros, a los ojos. A ustedes no les sirve de nada y para mí es la vida, les dijo. Y dejó el celular de Burlando, el boga mediático, para el arreglo. Recompensa y discreción absoluta, prometió. Dos palabras tentadoras, concluyó Raúl. Pero desconfió. Había que hacer contacto directo. Agarrar la guita (por una cuestión moral ningún chorro labura gratis), pedirle disculpas al ídolo por el mal momento y devolver la medalla. Eso arreglaron, con la yuta afuera, con el figuretti de Burlando también afuera, de tú a tú, con códigos. Luego pactaron el lugar del canje, por decirlo así.

El jefe lo mandó al Mosquito. Al fin de cuentas era un trámite menor y el pibe estaba aprendiendo. Lo único que tenía que hacer era llevar la medalla y dejarla encanutada donde se lo habían señalado. El resto lo haría él mismo.

El Pato esperó en el parking de Alto Avellaneda. A medida que pasaba el tiempo sintió que el arco, esa casa de angustias, le empezaba a quedar cada vez más grande. Y más lejos. En vano estiró la espera hasta que se resignó y se fue. Lejos de allí el Mosquito contrajo los dedos contra la medalla. Después la frotó con la remera hasta que percibió un hilo de luz, un resplandor circular cautivo en la palma de su mano. Iba a tener que inventar una excusa. Nunca le diría al jefe que no había querido devolverla, que él nunca había ganado nada.

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