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La cruz ausente

No sabemos -sólo podemos intuir- cuándo fue que el Monte Calvario, coronado por su cruz, careció de ella. Pero la fotografía así lo demuestra. Si repasamos su historia podemos inferir que este episodio extrañísimo, el de la cruz ausente, fue durante la transición en que la primera cruz, que era de madera, fue reemplazada por la actual.

En ese paréntesis alguien sacó la foto y es tan imponente el paisaje de la ausencia que hasta podría dudarse que esas escaleras conducen a donde conducen, el sitio exacto donde yace el hombre torturado.

Ahora, en estas horas de Semana Santa que el Monte Calvario recupera la preeminencia perdida a manos de otros paseos turísticos y religiosos (el segundo Cristo, el de Don Bosco, le compite con énfasis no precisamente por sus atributos estéticos en cuanto a escultura, pero sí por la potencia de la naturaleza en la que fue enclavado), ahora, decía, la ciudad, es decir los que aquí vivimos, entramos en una suerte de detención existencial. Una frenada. Un quedo. Los que viajaron, los que pudieron irse, por la propia ausencia, no perciben que desde hoy y durante todo el fin de semana XXL, la ciudad se contraerá sobre sí misma, un repliegue que se parece un poco a ese instante en que nos quedamos sin cruz.

Los que aquí vivimos sabemos que hubo un antes y un después del Calvario, tal como hubo un antes y un después de la Piedra. Ahora nos resulta difícil imaginar el cerro que donó la familia Redolatti desprovisto de toda la simbología que testifica la Pasión de Cristo. No sólo del grupo escultórico que expone la narrativa del Vía Crucis, sino de los rituales que fueron llegando con el correr de los años, es decir las ceremonias previas a la Semana Santa en sí: la de anoche, el vía crucis la Familia y sus antorchas, el de la Juventud, que parecen haber surgido como manifestaciones de fe hechas de una matriz local, antes de que la muchedumbre foránea lo inunde todo.

La cruz ausente amerita otras metáforas. Por ejemplo, la de los que perdieron la fe. O la de los que aún frente a la cruz omnisciente y plenamente visible, "no la ven", dicho así para formular una muletilla cínica muy de este tiempo.

Sabido es que al escritor polaco Witold Gombrowicz lo impresionó esta imagen cuando en 1957, junto a Juanillo Salceda, terminó de subir las escaleras del Monte Calvario y se encontró con la cruz que todavía era de madera. Lo escribió así en su Diario argentino: "Ya casi llegamos a la cruz. Miro con el rabillo del ojo el cuerpo atormentado por el hígado como Prometeo (en eso sobre todo consiste la tortura de la crucifixión, en terribles dolores de hígado). Me doy cuenta de toda la intransigencia de la madera de la cruz que no hace ninguna concesión al cuerpo que se retuerce y no puede asustarse ante el tormento, incluso si este excede ya los últimos límites, volviéndose algo imposible, este juego entre la indiferencia absoluta de la madera que tortura y la presión infinita del cuerpo me muestra, como en un relámpago, el horror de nuestra situación, -el mundo se me divide en dos, el cuerpo y la cruz".

En efecto, nadie podía explicarlo mejor que la genialidad de Witoldo. Así estamos y así seguimos hasta nuestros días: persiste la batalla entre el cuerpo y la cruz, la indiferencia de la madera frente al dolor abisal del crucificado. La crueldad, podríamos agregarle también. Por eso parece raro, rarísimo, esa escena del Calvario sin cruz, de la cruz ausente, del Cristo que en un descuido, mientras lo llevaban a latigazos por el Gólgota, se escapó entre los arbustos del cerro de los Redolatti, cruzó la laguna Calamante (actual plaza San Martín), y se perdió entre la multitud.

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