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El silencio también es una palabra

Un amigo de muchos años, un tipo que estimo, hizo una declaración infortunada en un diario. En realidad, la explicación sobre esa frase -que con buen timming tomó el periodista para clavarla en el título- era muy sólida, si el lector se hubiera tomado el tiempo de leer la nota en su totalidad. Y acá está el problema o uno de los problemas: hoy el lector promedio de portales generalistas o periodísticos lee los títulos, a la sumo la bajada del título. Estamos en la era de la síntesis cruda y el posterior hachazo en el comentario. No hay análisis, mucho menos comprensión de texto.

-Nunca me han puteado tanto -me dijo mi amigo.

Hay dos cuestiones que produce lo público: una es la exposición y otra, como acto casi reflejo, la mala interpretación. Más que nunca cobra actualidad el silogismo de Lacan que cito de memoria: "Usted podrá saber lo que dijo pero nunca lo que el otro escuchó".

Esta suerte de desencuentro fatal se acentúa con el malestar de la época. Ya no estamos en el "malestar de la cultura" que escribió Freud, pero le pasa raspando. Es cierto que aún habita en el fondo de su mismidad la infelicidad del hombre como destino irrevocable, pero en la superficie, allí donde hoy brotan todas las pasiones, aún las más obscenas, la infelicidad fue sublimada hacia el Acontecimiento Odio. No es de hoy, viene sucediendo y el otro acontecimiento, el que produjo el esperpento que llegó al poder encarnando ese odio, ha vuelto imposible la conversación pública.

¿Qué hacer entonces? Evitar entrar en la máquina de picar carne es una posibilidad. Todos sabemos que no hay nada que pueda esperarse del tesoro del diálogo en los posteos de las redes sociales, ese medio de comunicación cloacal que cada persona dispone a través de su teléfono celular. Se me podrá decir que la tecnología democratizó la información; que, lo cual es cierto, hoy en un ascendente 45% de la sociedad se informa en las redes, líder absoluta en la creación de opinión a la que mansamente siguen los medios masivos de manipulación social. El escritor Martín Kohan, lúcido como siempre para meterla en el ángulo, dijo hace poco que la crueldad se puso de moda; bastan diez o quince minutos de habitar en las redes para asistir al decadente espectáculo del insulto, la difamación, la canilla abierta del escarnio a diestra y siniestra.

Cuando uno es joven no deja pasar una. Los golpes, los errores, la experiencia, y también el hartazgo, van abriendo atajos en nuestro camino. No dejamos de hablar, ni de opinar, ni de tener nuestro juicio ni de renunciar a nuestras ideas -porque eso somos, la cosmovisión de nuestra ideología- pero algunos creemos que defender la palabra es enunciarla en ámbitos o atajos donde, a favor o en contra, la van a respetar. Los amigos, la familia, los foros donde se debate de igual a igual y con argumentos, no con clishes.

Un profundo, arcaico y visceral irrespeto flota en la atmósfera de la sociedad argentina. Razones sobran. Lo que falta es tolerancia. Pero no se llegó al estado actual de casualidad; vale entonces traer a esta nota la sentencia que citaba René Lavand: "Aquellos vientos trajeron estas tempestades". Si hablar es importante, primero hay que saber escuchar.

Expresar lo que pensamos es nuestro vínculo con la realidad. Cada uno, lo sepa o no, libra la batalla cultural a la que pertenece, y puede hacerlo en un acto simple de la vida cotidiana, como por ejemplo en un charla con la peluquera o el remisero. No expresarlo en plataformas donde todo lo que digamos o no digamos será usado por las audiencias en nuestra contra, me parece un gesto de inteligencia, de cuidar la salud mental, de darle al silencio, tan desprestigiado por la corrección política, la oportunidad de ser acto, praxis, palabra, dialéctica, en el lugar que se merece y para quienes se lo merecen.

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