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El hombre común

Dice que sonó el despertador, puntual, con su rencor latente, y que él, por instinto, por costumbre, abrió los ojos y se levantó, y que recién cuando se sentó en la cama -antes de ir hacia el baño, acto que convierte en definitivo el inicio del día- advirtió que ya no tenía ningún apuro.

Dice que no desactivó el despertador porque se olvidó; se quedó mirando la tele en la cama y cayó rendido ante el sopor hipnótico del televisor, el Alplax de los sanos o de los pobres o de ambas cosas.

Dice que ni se le pasó por la cabeza, a pesar de que el frío invitaba, a volverse a meter en la cama, que es, tal vez, lo que hubiera hecho la mitad más uno.

Dice que se vistió y se afeitó. Que puso la pava al fuego, que prendió la radio pero en ese acto lo embargó una suerte de ajenidad tecnológica: no encontró su radio ni el programa que solía escuchar en tiempos pretéritos. Es más, una mano (¿su mujer, su hija, alguno de sus hijos?) había tocado no sólo el dial sino la frecuencia. Se acercó al aparato y vio la sigla FM.

Dice que de salud se siente impecable. "Hecho un pibe", dice, sin que lo afecte el lugar común. Dice que después de la afeitada y el mate y la radio que no pudo escuchar, conversó un rato con su señora. Dice que no recuerda de qué habló. "De las cosas de siempre, de nosotros, de los chicos, de los nietos y de lo cara que están las cosas", resume.

Dice que no podría considerarse un hombre más feliz que ayer ni menos feliz que ayer. "Soy el mismo", dice. Y pregunta: "¿Por qué tendría que ser otro?".

Dice que el trámite, teniendo en cuenta la farragosa burocracia argentina, fue bastante rápido. Que entregó todos los papeles que le pidieron y que después se olvidó del asunto. Hasta que le llegó la notificación.

Dice que aún no averiguó exactamente cuánto cobrará. "La mínima", supone, lo que cobra un hombre común. Dice que esta misma tarde desactivará el reloj despertador, con el que hasta ayer mantuvo, tras unos treinta y pico de años de cercanía antipática, una convivencia resignada.

Dice que hace rato lee de ojito las necrológicas de los diarios. Dice que no quiere verse ahí.

Dice que los amigos le preguntan qué va a ser ahora que se ha jubilado. "¡Vivir!", dice, enfático. Dice que cuando dijo "¡vivir!" uno de su familia, un sobrino cínico que se dedica a la filosofía barata le preguntó con su habitual mordacidad: "¿Y no es eso lo que has hecho hasta ahora?".

Dice que una sola cosa tiene en claro: que ha llegado el momento, un tanto tardíamente, de que empezará a mandar a la mierda a más de uno. Empezando por el sobrino.

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