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Ajedrez

Me habían dicho que era algo parecido a un bar donde se podía leer. Esta cuestión, como sabemos, resulta cada vez más difícil en lo que podíamos llamar los bares de hoy. No está ni bien ni mal, no hago apología del pasado. Es apenas una descripción del híbrido actual que lleva por nombre "restobar", es decir un lugar donde se puede tomar un café y también comer. Bares a secas quedan muy pocos.

En cualquier circunstancia (el café, la comida) se impone una característica propia de la clientela actual: la gente habla gritando. Es algo bastante novedoso y se ajusta a la época donde la conversación -cuando se conversa no se grita- es un bien perdido. Pero la deficiente acústica, la irrupción de los celulares -que ponen en acto el sujeto más insoportable de todos, el que habla a los gritos por el celular- y la contaminante presencia del plasma (uno o dos televisores como mínimo) convierten a la lectura en un hecho imposible. Ya sé: no faltará el que esté a punto de decirme que para leer están las bibliotecas. Error: se puede leer en cualquier lado y esto lo dice quien siempre lleva un libro encima. Y en cuanto a las bibliotecas, por lo general ese silencio denso que las habitan, en mi caso, produce el efecto contrario a la introversión. Ese silencio no me deja escuchar la sintonía fina de la voz del escritor del libro que estoy leyendo. Además, leer en los bares forma parte de una tradición. Sé claramente que soy uno de los pocos que todavía la justifican, pero no pienso dejarla a un lado.

Ahora vuelvo al principio. Me habían dicho que ese bar, por decirlo así, con sillas de diseño, buena iluminación natural y ausencia de televisor, ubicado sobre un vértice del microcentro (calle Alem) se prestaba para leer con cierto sosiego.

Fui y lo primero que vi al entrar -para mi placer, por la nostalgia de aquellos viejos bares que tenían siempre una o dos mesitas con sus tableros de ajedrez-, fue un juego de ajedrez, moderno, impecable, intocado. Enseguida supe por qué. Estaba el tablero y una sola silla. Enfrente, donde debería estar la otra silla, la del segundo jugador, había una pared con un espejo. O sea que era, digamos, un tablero decorativo.

Como vengo leyendo mucho, recordé un libro que leí recientemente: Novela de ajedrez, de Stefan Zweig. Breve sinopsis: el nazismo encierra a un tipo en una habitación vacía, sin nada. Ese es su castigo. No ver a nadie, no hablar nadie, no hacer nada. Al cabo de un tiempo, mientras se prepara para enloquecer, le roba un libro a su carcelero. Es un libro de ajedrez, con partidas de grandes maestros. El personaje empieza a jugar al ajedrez sin piezas, de memoria y logra convertirse en un muy buen ajedrecista. Ya liberado, durante un viaje en barco, llega a hacerle tablas al campeón mundial de ajedrez.

En un momento, cuando reflexiona sobre el hecho de jugar ajedrez contra uno mismo, es decir sin el contrincante, escribe: "No sé hasta qué punto ha pensado usted sobre la situación mental que se da en este juego de juegos. Pero ya la reflexión más efímera debería basta para dejar de manifiesto que en el ajedrez, como un puro juego de la mente, ajeno a cualquier azar, constituye un absurdo lógico querer jugar contra uno mismo. El atractivo de fondo del ajedrez radica en que su estrategia se desarrolla de manera diferente en dos cerebros distintos, que en esta guerra cerebral las guerras no conocen las maniobras respectiva de las blancas y todo el tiempo intentan adivinarlas y desbaratarlas, mientras que las blancas luchas por sobrepasar y detener las intenciones ocultas de las negras. Si las negras y las blancas forman una única persona, se produce la circunstancia irracional de que un solo cerebro debe saber y al mismo tiempo no saber algo, que como jugador blanco pueda olvidar a voluntad lo que un minuto antes ha querido y se ha propuesto en tanto jugador negro. Un pensamiento desdoblado como éste requiere como precondición una escisión total de la consciencia, una capacidad para encender o apagar deliberadamente la función cerebral como si fuera un mecanismo; por lo tanto querer jugar contra uno mismo constituye en ajedrez una paradoja similar a querer saltar sobre la propia sombra".

Miré ese tablero con las piezas perfectamente alineadas para dar comienzo a la partida, miré la silla vacía y me dije que un bar, como el ajedrez, como tantas otras cuestiones, es una oportunidad para el encuentro. Para derivar del ajedrez decorativo al verdadero, de alguien que llega y ocupa una silla; de otro alguien que llega después, tal vez un desconocido, que pide un café y se sienta del lado de las negras. Es un juego tan bello y silencioso que permitiría, tres mesas más allá, que otro alguien leyera tranquilamente su libro.

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