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A veces era así

Antes, pongamos que hace diez, veinte, treinta años, tal vez, algo más, algo menos, antes uno no decía, por ejemplo, te puedo llamar, uno no preguntaba eso al momento de pensar en el otro, en que debía o quería llamarlo por teléfono.

Antes uno directamente llamaba. Era así de simple la cosa. Y no es que sobraran los teléfonos y que hablar del fijo fuera gratis, sino que todo lo contrario. Tampoco era un lujo, aunque es cierto que eso que ahora ha muerto -o casi muerto, el teléfono fijo- tenía el prestigio de lo inalcanzable. Había, se cree, un aparato por cuadra, como mucho. O, tal vez exagerando, uno por manzana.

Pero la cantidad de teléfonos no influía en su uso. No nos vamos a ir a la prehistoria (con la operadora como intermediaria entre el que llamaba y el que recibía, la Operadora como Dueña de Todos los Secretos). No. Retrocedamos un poco menos, a, como decíamos, una época no tan lejana. Por ejemplo cuando éramos jóvenes.

Antes, entonces, la cosa era más sencilla, incluso para la memoria. Cuatro dígitos, cinco a lo sumo. Y no ocurría eso que pasa ahora. Porque ahora -y vaya a saber cómo y por qué se ha impuesto esta costumbre- uno va a llamar a alguien y antes le envía un mensaje de guasap y le dice si lo puede llamar. Como si el otro estuviera en una reunión en la NASA, en el gabinete del Presidente, o a punto de hacerse una colonoscopía. Y es paradójico porque si hay un objeto que ha logrado interferir en la intimidad de una persona, perforarla, reducida a casi nada, es precisamente el teléfono celular. Pero, como una suerte de exagerado sentido de la ubicuidad, uno antes pregunta si puede llamar, si no molestará tipeando o clikeando (ya no se disca ni se marca) el número en cuestión.

¿Cómo llegamos a esto? Tal vez no lo sepamos nunca. Hay, es cierto, todavía algunos osados. Algunos que no preguntan. Algunos que buscan el contacto y llaman y después que el otro atiende dicen "¿Podés hablar?". Y esa es la osadía máxima.

Sin embargo lo que está sucediendo es otro fenómeno también paradójico, teniendo en cuenta que estamos en la era de las comunicaciones. La globalidad tecnológica, las mil y una formas -digital, virtual, inalámbrica, etc.- por las cuales podemos comunicarnos. Lo realmente inefable es que se habla cada vez menos. La conversación telefónica ha entrado en una suerte de zona gris. Hablar, lo que se dice hablar, es un hábito perdido. Lo que sí sobran -porque es más fácil, eso nos dicen cuando nos clavan un audio de 2/3 minutos- son los audios. No explican más fácil que qué cosa porque parece obvio: más fácil que escribir, tarea engorrosa y que además denota -aunque no sé si esto importa mucho- cómo escribimos: la sintaxis, la gramática, la ortografía, etc. Pero va de suyo que comunicarnos a través de audios no es conversar. El diálogo, la charla, es otra cosa. Tan otra cosa es que cuando queremos llevarla a cabo pedimos permiso para hacerlo.

A veces antes era así: uno discaba y del otro lado la voz podía decir el convencional "Hola", el más suntuoso y engolado "Hable..." o el corto y filoso "Diga". Si estaba ocupado el tono era intenso y breve; si no había nada el tono se reproducía más o menos hasta el infinito, o hasta que uno se cansaba y cortaba. El énfasis telefónico tenía su propia semiótica. Un signo de ira, de furia, para concluir la comunicación era colgar abruptamente. Los teléfonos eran irrompibles y muy sensibles: hasta se podía escuchar las pausas, los silencios, la respiración del que estaba al otro lado de la línea.

Como la conversación moderna he derivado al pragmatismo del audio, el otro día me permití compartir en Facebook una cuentita que explica por qué les pido a mis contactos que los audios no superen los 20 segundos, tiempo más que suficiente para decir lo que se pretende decir. Escribí esto: recibiendo 20 audios por día a 30 segundos por audio, son 600 segundos al día, 10 minutos por día, 300 minutos por mes, 5 horas por mes, lo que al cabo del año son 60 horas. Si las dividimos por 24 estás en dos días y medio escuchando audios durante 1 año. Basta imaginar si el promedio de audios recibidos fuera de dos o tres minutos por audio.

Sé que decir esto es un lugar común de Perogrullo, pero ahí va: el tiempo, de por sí finito para todos, es lo único que no podemos comprar, pero sí podemos evitar malgastarlo o que nos lo roben antes de que sea demasiado tarde.

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