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Los inicios

De las cosas de la historia lo que más me gusta son los inicios, el momento cero, el chispazo fundante que nunca -o casi nunca- se percibe desde ese presente como un acontecimiento. Mucho después los inicios, con el paso del tiempo, quedan lejos, como perdidos en la bruma del tiempo, pero no por ello olvidados. Ayer leí una biografía sobre el escritor Ricardo Piglia, contada por Mauro Libertella, donde se rescata una cita de Piglia que me gusta muchísimo porque resalta la utilidad de la historia para los escritores: "La historia es siempre apasionante para un escritor porque también se pueden encontrar multitud de formas narrativas y modos de narrar".

Ahora vamos a lo nuestro. En la primera foto de este artículo se aprecia una obra en construcción. El cartel avisa que allí, en la década de 1920, se está construyendo la primera sede, la propia, del Club Independiente, la actual, sobre nuestra Luna de Avellaneda. La comisión directiva ha debido batallar duramente para llegar hasta allí con la compra del lote: los socios no querían saber nada con que el club construyera su sede "en medio del campo". Avellaneda, por entonces era un páramo. Al fin, o los socios dieron el brazo a torcer o los directivos siguieron el impulso de su intuición, pero ya sabemos cómo terminó la historia.

En la segunda foto de este artículo (desplazar el cursor sobre la flecha) aparece un valle árido, una hondonada donde en 1998 lo único que había era un rancho con un tipo que vivía solo. Tenía tres o cuatro vacas y algunas gallinas. Un día, sin verlo, por un dato que le pasaron, tal como me lo contó en una entrevista que le hice hace años, sin verlo, reitero, Nicola Parasuco compró ese lugar. Venía si se quiere huyendo de una realidad hostil que lo había llevado a la tapa de los diarios, un poco por su actividad como capitalista de juego ("Soy un puto quinielero", me dijo, enojado, esa tarde) y otro poco por el asesinato del joven remisero Fabián Garmendia que le habían adjudicado a su hijo, y que había derivado en un allanamiento, el de su bunker de calle Figueroa, que aún debería estar en el récord Güiness: mil personas asistieron al operativo policial. Parasuco "vio" el valle y lo compró. Sabía lo que iba a hacer pero, se infiere, no sabía lo que le iba a costar hacerlo: un club de golf, hecho como famosamente se sabe en venganza contra la dirigencia del golf de club local que le había sacado la bolilla negra, prohibiéndole la entrada.

Todos sabemos el devenir de esa historia. Valle Escondido se convirtió en un complejo de golf, la cancha misma ganó prestigio, después nació el barrio cerrado y finalmente aquella locura se cerró sobre sí misma cuando el fideicomiso foráneo llamado Faro Verde, los nuevos dueños del pueblo, compraron el hotel Amaike y luego todo lo que había hecho Nicola: el club house, la cancha y el barrio mismo. Pero eso no importa, porque en esta nota hablamos de los inicios.

Por último, otro inicio de película, de ciencia ficción. En 1987 un abogado que trabajaba en el Estudio Dames y que le gustaba la gastronomía y la hotelería, paseando por Tandil (había nacido en Rauch) "vio" un cerro en medio de la nada. Tan era así que cuando quiso subir se dio cuenta de que no había ni siquiera un sendero para hacerlo. Averiguó y le dijeron que el cerro era propiedad de la familia Pizzorno. Ese abogado, Ricardo Giovanetti, adquirió el cerro y cuando por fin llegó a su cima se juramentó que en ese lugar, en el corazón de Don Bosco, pleno circuito semipermanente donde todavía se corrían las carreras de Turismo de Carretera, iba a levantar una Posada SPA. Cuando clavó el primer cartel en la ruta, un tipo que pasaba por el lugar le preguntó si la sigla "SPA" significaba "Sólo Para adultos". No era para menos: Giovanetti estaba a punto de fundar la primera posada spa del país, mundialmente conocida como Posada de los Pájaros, nombre de fantasía que salió solito la primera vez que llegó hasta lo alto del cerro y advirtió que lo sobrevolaba una cantidad apreciable de pájaros que le regalaron el nombre.

Sin agua, sin luz, sin teléfono (no existían los celulares), en medio de la nada y con la locura que sólo puede propiciar la juventud, Giovanetti emprendió una verdadera epopeya constructiva. El recordado Flaco Montes, un constructor de los de antes, se hizo cargo de la obra. Casi cuatro años le llevó a Giovanetti levantar la Posada y menos de doce para convertirla en una marca registrada. En términos de calidad de servicio y convocatoria de celebridades la Posada de los pájaros fue para el Tandil de los 90 lo que es Tierra de Azafranes para el Tandil de la posmodernidad. Cuando la vendió, cuando intuyó el cambio de los tiempos, Giovanetti sintió que había dejado hasta la última gota de su pasión en la aventura, y todo lo que vino después para la Posada fue error, desdicha y cierre. Hoy sólo quedan los escombros de un esplendor marchito.

A los que nos gusta escuchar el murmullo de la historia, tenemos la suerte de poder ver qué hay del otro lado de un éxito y a veces contarlo. Los inicios se fundan así, laboriosos, delirantes, condenados de antemano a la duda o al fracaso, como un tren que a toda velocidad corre hacia el futuro sobre las vías de la pasión y la incertidumbre. A veces, algunas veces, las cosas salen bien.

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