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Historias mínimas: Levantarse

Llegó agotado, sin aire, ensombrecido, al descanso del décimo cuarto round. Faltaba uno pero no daba más. Quería pero no podía seguir. Eso le decía a Dundee en el rincón. Que estaba fundido. Ni siquiera se lo decía: su cara hablaba. Duunde, Ángelo Dundee, su entrenador, que lo conocía mejor que nadie, le buscaba la mirada pero no la encontraba.

Ali, la cabeza torcida, como quebrada, autónoma del cuello, miraba la lona, miraba sin ver, buscaba aire, con los brazos colgados de las cuerdas. Una esponja que se escurría sobre su cabeza soltaba un chorro de agua que al golpear contra el pelo irradiaba miles de gotitas que iban a caer de la frente a la nariz, a los pómulos, a la boca entreabierta.

Dundee se acercó al oído de Ali y le dijo como un ruego: "Solamente te voy a pedir un favor. Ponete de pie, sólo eso, quiere que te pares cuando suene la campana, por favor".

El rincón era eso más que nunca: el lugar donde se siente morir un hombre arrinconado. El lugar del banquito, porque -como se sabe famosamente por Bonavena- cuando suena la campana hasta el banquito te sacan.

Entonces Dundee le dijo eso y Ali lo miró con los ojos vacíos. Había peleado catorce rounds sintiendo, como diría después, que la muerte lo rozaba esa noche del 1º de octubre de 1975 en Manila, la muerte, como nunca antes. Había sido una batalla terrible. Joe Frazer, en el otro rincón, estaba hecho pomada, y la televisión se había quedado más en su esquina que en la del gran Ali. Pero claro, siempre hay intuiciones, presagios o, meramente, un saber. Y Dundee sabía, y sabía muchísimo. Sabía, en especial, en qué momento un boxeador está en el límite, en el borde del abismo.

Mi padre en la cabecera de la mesa, a dos metros del enorme televisor que había comprado en Robisco, mi padre, tan hermético como una estatua, que lo único que le gustaba en la vida eran las películas de cowboy y las peleas de box, dijo como para sí mismo, con su voz de trueno que aún, casi cincuenta años después, sigue resonando en la cocina de su casa.

-El que se levanta, gana.

Y Muhammad Ali se levantó, como un Lázaro que obedece una orden crística, como si Ángelo Dundee hubiera sido el mismísimo Jesucristo pidiéndole que se ponga de pie, solamente y nada más que eso: levantarse. Ali se levantó y ya sabemos que sólo por eso -dado que Frazier no lo hizo- ganó la pelea.

Mi padre fue hasta el televisor y antes de apagarlo me miró tal vez sin saber que a su modo y con sus formas me había dado una lección para siempre. La de levantarse, aunque sea el último acto.

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