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La vida como un reel

Entonces me acuerdo que Stan puede hacerme el trabajo que necesito. Simplificando, tengo que llevar una historia a un video de muestra para mandar afuera. A Stan (lo llamo Stan por su notable parecido con el tenista Stan Wawrinka) le gusta mucho el cine, por lo tanto produce muy buenos videos, y hace un par de años, para la difusión del ciclo "Historias con picadas" en Syquet, fue él quien grabó todos los videos de difusión para redes. Hizo un trabajo impecable y es un tipo que estimo.

Así que voy por la oficina de Stan, nos damos un abrazo y primero hacemos lo que hacen todos los que se conocen de mucho tiempo: ponernos al día. Con Stan y Pepe Capel y Abel Pérez solíamos jugar al pádel en batallas antológicas, cuando todos éramos más jóvenes.

-¿Cuánto hace de eso? -me pregunta.

-Como treinta años.

Stan es más joven que Pepe, Abel y yo, pero, como sabemos, el tiempo pasa para todos. También los golpes. Algo en la cara de Stan, algo que no puedo detectar, como una bruma tristona que sigue allí, instalada, férrea, insondable, una niebla que lo ensombrece y habita la atmósfera del lugar, en fin, algo así flota en la primeros minutos de la conversación, hasta que de golpe me dice que desde que pasó lo de Lucre hay algunos trabajos que ya no hace, pero que el mío, con gusto, lo vamos a hacer. Un silencio se abre como un paréntesis y por un instante no sé de qué me está hablando y cuando empiezo a asociar esa nube desvaída que borronea su mirada con su tono, con su modo de hablar, con su cadencia, para cuando empiezo a sospechar que algo le ha pasado, Stan, advirtiendo que no estoy al tanto de las últimas noticias, me dice:

-Lucrecia, mi mujer. Se murió en marzo. Todavía estoy remando su ausencia.

Le digo que me perdone, que no sabía nada, y él me dice que no tenía por qué saberlo; entonces la conversación deriva por esa pendiente conocida, la que discurre cuando alguien joven, o por lo menos alguien que le queda mucho por vivir, se muere de esa enfermedad innombrable, y el otro se queda solo, con todas las preguntas y con todas las imágenes del dolor que era ajeno pero también propio, para arribar a una conclusión filosófica inapelable, a la que se suele llegar después de una tragedia:

-No hay que perder tiempo, Elías. Eso aprendí con lo que pasó -me dice Stan y luego explica-: Vos necesitás contar un cuento muy breve, porque así funcionan hoy las cosas. No más de un minuto, a lo sumo dos. Si es posible cuarenta y cinco segundos. Eso es lo que va a ver la persona que te quiere contratar.

Le digo que lo mío es más lento, contar una historia lleva sus tiempos, sus cambios de clima. Stan sonríe (es la risa que esa misma tarde soltará Pepo Sanzano, cuando hablemos de este tema, porque piensa lo mismo que Stan acerca de la ferocidad de lo efimero, de casi la nada misma, en la brutal dinámica de las redes). Parece que en cuarenta y cinco segundos, o, como máximo 1 minuto, hay que decir lo que uno hace.

-Sí, hoy la vida es un reel de Instagram -me dice Stan. Y es la categórica definición de la vida misma, pero -también- de la vida que ya no tenemos los que nos criamos en la civilización analógica.

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