Historias VOLVER

Fredy anda por ahí

La confitería del Hotel Plaza está totalmente cambiada, algo que pasó hace bastante pero que noté el otro día que tomé un café allí, un lugar que funciona como oficina del amigo Néstor Di Paola. Entonces, en la espesura de lo ausente, lo vi. O mejor: lo imaginé. O más concretamente, lo recordé. Ahí estaba otra vez el mozo Fredy Restelli, como si el tiempo no hubiera pasado, como si ya no hiciera más de veinte años que me contó esta historia y como si él todavía estuviera con nosotros. Acá va de nuevo:

Aquel mediodía de 1974, apenas se bajó del tren, Fredy Restelli tuvo la certeza de que había encontrado su lugar en el mundo. No sabía adónde ir ni cómo ganarse la vida. En el bolsillo tenía la tarjeta de un boxeador de la ciudad y esa era su única esperanza. Al verlo, el Gringo Graciano Pintore hizo lo único que podía hacer por el recién llegado: ofrecerle una changa. Le comentó que había una vacante en la Quinta Belén, en reemplazo del piletero. "Te agradezco pero no sé nadar. Soy capaz de ahogarme en la ducha", dijo Fredy.

Pintore le comentó que la temporada venía floja y que se quedara tranquilo porque en la pileta no pasaba nada de nada. El otro aceptó a regañadientes y a la semana fue presentado ante la Comisión Directiva. Un hombre mayor, circunspecto, descontó que el joven fuera un profesional de la natación. "Nado todos los estilos, señor. Menos mariposa, que no es mi fuerte...".

Nuestro personaje nunca olvidará el día de su debut. Ese domingo había presenciado cómo el Lole Reutemann, a una vuelta del triunfo, se había quedado sin nafta, y no supo por qué ese acontecimiento desgraciado tuvo la significancia de un mal augurio. Luego de la carrera partió rumbo a su nuevo trabajo. En el bolso llevaba la malla y el silbato de guardavidas. El piletero saliente le enseñó las instalaciones y lo llevó hasta la bañadera de su espanto. Quince minutos después Fredy Restelli se sentía el hombre más solo del mundo. "¿Qué estoy haciendo acá?", pensaba. El panorama era desolador: un matrimonio discutía agriamente a metros del agua y una gorda con una malla enteriza se había parado en el borde de la pileta con los brazos en jarra, como dudando entre tirarse o permanecer allí por el resto de la tarde.

Restelli se acostó en el veredón y ya estaba por dormirse cuando sintió el chapuzón y percibió la sombra de la gorda panza arriba en el agua. Tras un chapaleo inicial la mujer había intentado una esforzada plancha moviendo las patitas como si fuera un juguete a pilas y así había llegado hasta el sector más hondo de la pileta. En rigor, más que planchada parecía que se había muerto con los brazos en cruz, los ojos cerrados y los muslos regordetes flotando sobre el agua verdosa. Segundos después el piletero escuchó el alarido y descubrió que Lucifer le había tendido la peor de las emboscadas: la gorda, exhausta, sintió que todo el cuerpo se le convertía en un ancla, y empezó a hundirse moviendo los brazos como si le hubiera agarrado una convulsión epiléptica.

-¡Piletero, socorro, piletero...! -gritó.

Fredy calculó la distancia; la víctima estaba en la otra punta de la pileta. Un piletero profesional se hubiera tirado desde allí -y con un elegante salto de cabeza- al agua. No fue su caso. El joven empezó a correr en puntitas de pie por el borde de la pileta hasta que llegó al lugar donde la gorda echaba brazadas de angustia mientras se hundía sin remedio.

-¡Aguánteme a flote que voy por usted! -le dijo, aterrado, el piletero.

Parado en el borde se persignó, se tapó las fosas nasales con el pulgar y el índice, se puso de espaldas a la pileta y saltó hacia atrás con el resultado más temido: cayó desparramado sobre el cuerpo de la mujer. Luego, para no hundirse él también, enroscó su brazo alrededor del cuello de la mujer, quien sintió que empezaba a ahogarse por partida doble: con el agua de la pileta y con el brazo de ese engendro que la estaba literalmente asfixiando. De modo que, desesperada, tiró un pie hacia atrás y su talón impactó en los testículos de nuestro bañero. Herido en su viril intimidad, Restelli tiró una brazada al aire, en busca de la baranda de la pileta, pero el manotazo encontró un bretel que se cortó y dejó a la gorda con los voluminosos pechos al aire y la sensación de que si zafaba de ahogarse acto seguido asesinaría allí mismo al piletero.

Entonces sucedió el milagro: el piletero oficial, que había vuelto al lugar por haberse olvidado un par de ojotas, registró el incidente, se arrojó al agua y rescató a la dama y al piletero exonerado. Pero lo mejor, sin duda, ocurrió un minuto después, cuando la mujer, aún sofocada, intentaba recuperarse sentada en el veredón de lajas de la pileta. Porque nuestro bañero en apuros le estampó la frase que quedaría en la historia: "La próxima vez que usted quiera hacer la plancha hágame el favor de ponerse el salvavidas, ¿me entendió?".

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