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Memorias de Magnolia

Entonces el viernes, día del periodista, entré al aula de sexto C del Colegio San Ignacio y les dije a las niñas y los niños con quienes hace un mes comparto un taller de escritura, que ese día íbamos a crear un diario, llamado el "Diario del Aula", y que les iba contar cómo se hacía una noticia, y que si el aula era nuestro mundo, esa noticia, entonces, tenía como lugar el colegio mismo. Por ejemplo, el patio del colegio, lugar donde la noticia había ocurrido.

Me miraron -tienen 12 años, una división de veinte alumnos- con esa curiosidad insaciable que parece ser el motor del taller. Les dije cómo se componía una noticia: el título, el resumen, el cuerpo del texto, y que en un diario había cronistas, redactores, editores, fotógrafos, un archivo, y otras cosas más, pero que ese día, el viernes, íbamos a empezar desde bien abajo: como cronistas de un hecho que había pasado, la noche anterior, en el colegio, un hecho extraño y misterioso que merecía contarse. Se hizo un silencio expectante y vi cómo les cambiaba la cara cuando anuncié: anoche en el patio del colegio el árbol de magnolia habló. Algunos sonrieron, otros me miraron, atentos; otro dijo que cómo podía haber sido posible.

Les conté que el hecho había ocurrido a la medianoche y que teníamos de testigo una vecina que lo había escuchado. ¿Qué hace un cronista?, pregunté. Un cronista va al lugar de los hechos, de modo que salimos al patio del colegio y nos sentamos cerca del árbol, rodeándolo, cada uno con su lápiz y su carpeta.

Comenté que seguramente alguna tarde habían mirado ese árbol, pero que esta vez lo iban a observar más detalladamente, y lo iban a describir, pues para contar una noticia (la noticia de que el árbol habló) necesitábamos describirle al lector cómo era el árbol: el vigor de su tronco, sus hojas, la piel de su corteza. Lo hicieron y luego de eso les pedí que nos alejáramos del árbol y volviéramos a describirlo. Les pregunté para qué tomábamos distancia. Me contestaron: "Para tener una mejor perspectiva". "Para que cada uno vea el árbol cómo le parece, porque todos lo vamos a ver distinto". "Para ver el árbol completo". "Para tener el punto de vista". ¡Exacto!, les dije. Cuando tomamos distancia creamos nuestro punto de vista. "Porque yo puedo verlo de una manera y otros de otra manera", dijo una de las niñas.

Luego volvimos al aula. Señalé que ya habíamos tomado nota del árbol, que es la noticia que tenemos que contar. Les pedí entonces que debíamos darle un nombre al árbol y que si era un árbol de magnolia, el árbol ya tenía su nombre de mujer: Magnolia. Les pedí que imaginaran cómo era la voz de Magnolia, esa voz que había hablado por la noche. Me miraron con los ojos del asombro con que siempre me sorprenden. Les pregunté si el árbol les parecía joven o viejo. Mide algo así como treinta metros, ¿no? "Es un árbol viejo", dijo uno de los chicos. Perfecto, ¿qué tiene entonces? Y ahí empezó lo mejor: "Tiene años", dijo uno. Qué más. "Tiene experiencias", dijo otro. Y a repetición esto: "Tiene tristeza". "Tiene frío". "Tiene recuerdos". Perfecto, dije y pregunté: si tiene experiencia y recuerdos y un largo tiempo vivido: ¿de qué está hecho el árbol? Uno chico dijo: "De madera". Sí pero no. De qué está hecho con todo eso que tiene. Otro silencio cayó sobre el pizarrón y se deshizo en el acto cuando un niño dijo: "¡De tiempo!". ¡Perfecto! Y entonces ya estamos más cerca. Si está hecho de tiempo, de recuerdos, de experiencias, de muchos años, cuando el árbol habla, ¿cómo se llama esa voz que habla por él? En ese momento entra Marta, la dueña del colegio, y se suma a Isa y Flor, las dos docentes. Y entonces, del medio del aula una niña dice mágicamente: "¡De memoria!"

Así que ya sabemos que la voz del árbol de magnolia es la voz de su memoria. Que su memoria habló, y que la noticia que van a escribir es imaginarse qué dijo, a quién le habló, qué cosa nos trajo del pasado esa memoria, pues hace 80 años, cuando el árbol se plantó, el colegio ni siquiera existía. Los chicos se ponen a escribir (y a imaginar), van a estar unos quince minutos -lo que resta de la clase- escribiendo, borrando, abstraídos en el texto, volviendo a escribir, con doce años, con esa pasión por la cual la humanidad aún construye su sentido. Como dijo un lector por ahí: todavía hay esperanza.

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