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Breve introducción al Chorizo

No es el Chorizo en sí, es la juventud. Ahí está el tema, es la juventud. Es lo que decía Dolina: que uno no extraña, por ejemplo, la escalera de hace cuarenta años; extraña no poder subir de tres en tres los escalones de esa escalera.

Esto pienso ahora que Carlitos Sopeta Merlo, desde España dice: "¡Joder! No me acuerdo, pero debo haber estado". La mayoría, por el contrario, evoca aquella ceremonia de ir caminando de la mano por las calles del centro, ruteando en cada confitería, en el Día de la Primavera, para concluir el derrotero frente a Radio Tandil y luego el baile. Carlitos no se acuerda, presumiblemente, porque debe haber sido uno de esos tipos que sufrió la adolescencia, etapa de grandes desdichas para algunos (los raros, je), digamos desde los 13 a los 17, es decir el vía crucis de la escuela secundaria.

Si el Chorizo era la cifra de la sociabilidad inter escolar a cielo abierto -y el azaroso pero probable encuentro con la chica que te gustaba-, también latía con su feroz pulsión la grandísima contingencia del humillante rechazo, bajo el axioma de la Ley del Embudo y también por el contexto que transcurrió con más dictadura que democracia, razón por la cual podría encajar justito el verso de Prevert: "Dicen que no con la cabeza pero dicen que sí con el corazón".

Algo más, sin duda, actúa en la contemplación de esa fotografía, tan propia para la emboscada de la nostalgia: la inocencia, la de los estudiantes y la del juego en sí. Digamos que como juego era algo medio bobo, pero eran otras cosas las que lo habían creado, otros sentires, las vísperas de que algo inquietante se iba acercando y de lo que nada sabíamos, algo que a falta de una palabra mejor llamaremos amor.

Sólo hay que observar las caras de las chicas, la frescura, la alegría sin artificios, la felicidad al natural (la felicidad de una juventud que lo era, precisamente, porque no teníamos conciencia del Tiempo). Pero esa frescura, esa vitalidad, esos años que ahora nos parecen tan lejanos, no sólo se fueron apagando debido a la biología sino al brutal cambio de época que nos tocó atravesar. De modo que por aquello de que cada uno es hijo de su época, nosotros, los de entonces, somos lo que somos: sobrevivientes de una civilización perdida, la Tierra Analógica, la del siglo XX, los que hicimos lo que pudimos en el siglo siguiente.

Somos la generación del Chorizo, cuestión que realza aún más lo que la foto induce desde una primera mirada: asomarnos al precipicio de la melancolía. Los recuerdos están ahí abajo, en el fondo límbico del abismo, y -por lo que fueron posteando los lectores cuando publiqué la foto- no están muertos ni mucho menos. El truco de la nostalgia es darle al pasado una belleza que raramente coincide con lo que realmente ese recuerdo fue, de modo que el Chorizo está en nuestro espejo retrovisor, idílico, blanco y redondo como la Luna, pero lo real sigue contándose en presente.

Según un lector la fotografía data de 1968. Según otro lector hasta el 74 el Chorizo se continuó, como un rito de primavera, estación siempre asociada a la juventud. ¿Cuándo pasó a ser una costumbre abolida? ¿En el 76 cuando comenzó la noche negra? No lo sabemos. Sí sabemos que ese juego se esperaba durante todo el año, como se espera una oportunidad, y sin la menor conciencia de que ese estado de gracia, la juventud, iba a ser tan breve, tan efímero como la luz de un fósforo.

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