Historias VOLVER
Un amigo me dice, desde hace tiempo, que tengo que escribir un libro con la historia de los bares. En realidad, no es mala idea, salvo que tras el embudo del bicentenario, donde publiqué cinco libros, agobiado, tomé la decisión de dedicarme a las ficciones. Ya sé que es una apuesta a pérdida (escribir ficciones y hacerlo desde el interior es lo más parecido a sepultarse vivo), pero hay ciclos que se terminan y otros que se abren. Ahora sólo quiero cuentos, novelas, relatos. Pero la historia de los bares es algo que siempre me dio vueltas, y mucho más después de escribir, en 2005, las Memorias del Bar Ideal, el bar más popular del pueblo, hoy en boca de todo el mundo por razones más que públicas.
El escritor Dipi Di Paola, en una mesa de El Cisne, bar de la bohemia de los 80, definió magistralmente al bar. Dijo que era "la institución más libre del pueblo", porque uno podía llegar a irse cuando se le cantara, saludar o no saludar, hablar o no hablar, en fin, un lugar que no es de todos ni es de nadie, porque hilando finito ni siquiera es del dueño, en tanto que si la clientela lo abandona, a él no le quedará más que cerrar el boliche. El Cisne era lindísimo porque combinaba su matriz bohemia con su antítesis de época: el capitalismo. Y más aún: el capitalismo sin careta, versión pueblo.
Ahora que para comprar dólares uno tiene que meterse en una cueva blindada, de las decenas que hay, con cámaras, con personal de seguridad, con barrotes, con el clima siempre espeso y sórdido que rodea estos lugares, que son impersonales al extremo porque ahí lo único que vale, que cotiza, que reina sobre todo lo humano, es el billete verde con la cara (grande) de Míster George Washington, ahora que la cueva, por definición, ilustra lo escondido, lo elusivo, lo que no debe verse, yo me acuerdo de la cueva de El Cisne, dicho de esta manera para el lenguaje de las nuevas generaciones. Nosotros no la conocimos así.
Era una mesa más, una de las tantas -al menos treinta- que tenía el bar. Era una mesa que tenía dueño. Dos hermanos solamente la ocupaban. No la habían comprado, pero no hacía falta. Era la mesa de los hermanos Masera. Puedo verla en mi memoria. Uno entraba a El Cisne (hoy esta propiedad fue dividida en dos salones, dos comercios, y está ubicada sobre calle Rodríguez frente al Teatro Cervantes), uno entraba, decía, encaraba derecho y en la mitad del salón, torciendo hacia la derecha, más cerca de la pared, pero en el corazón del salón, ahí estaba la mesa de los Masera.
Nosotros a principio de los 80 éramos jóvenes, razón por la cual parecían, en nuestra escala, dos tipos grandes, pero vaya a saber la edad que tendrían. Pongamos que deberían andar por los cincuenta años. Eran serios, circunspectos, nunca en esa mesa ocurría un sobresalto. La nuestra, la de la bohemia, la de los artistas, la de los músicos y poetas y pintores, la mesa que no dormía, estaba unos metros adelante, más sobre la vidriera del bar. Y lo que veíamos, las pocas veces que mirábamos esa mesa, era una postal recurrente: gente que iba, se sentaba, estaba unos minutos y se iba. Así funcionaba la mesa donde los Masera prestaban dinero.
Eran prestamistas con ventana a la calle. Seguramente también cambiaban cheques y vendían verdes bajo cuerda, pero -sobre todo- prestaban guita. No había pruritos, no había disimulo, no había elusión. Ni escándalos. Parecían dos maniquíes los Masera y la ceremonia existencial se completaba cuando aparecía el funebrero Roberto Fazekas, amigo de ellos, encargado de la cochería Casa García, que iba a tomarse el cafecito entre servicio y servicio. Entonces ahí sí se concentraba la Gran Pulsión Trágica del Universo: el Dinero y la Muerte. Me acuerdo que la conexión entre esas dos temáticas abisales era lo que más me fascinaba de esa mesa. Literatura pura. Sartre y Camus se hubieran hecho un festín con esa mesa de El Cisne. Gombrowicz también, pero ya hacía rato que se había ido del pueblo.
Si alguien se toma el trabajito de escribir alguna vez la historia de los bares, no debería omitir de ninguna manera aquel mundo de mesas de madera, hamburguesas cósmicas ("El Monstruo", lo llamaban al paty completo de la casa) y mozos de leyenda, como el gran Palito Parolari, esa galaxia variopinta que creó don Honorio Vergel y que fue el único que le compitió en glamur al invencible Bar Ideal.
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