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Bon o Bon

En este tiempo el fútbol y la aventura amorosa son los últimos lugares donde ocurre la épica. El ingeniero Ladislao Gutiérrez, que no disfrutaba de la pasión futbolera, creyó enamorarse súbitamente de la cajera de un conocido supermercado.

Era una morocha delgada, de ojos marrones y labios carnosos. En una mesa del Bar El 17 donde tomaba el vermú con parroquianos de su amistad, concibió la Operación BB. Resumiendo: pasó cada día por la misma caja, la de la atractiva morocha, aun debiendo padecer la espera que le provocaba una larga fila de gente.

Se valió, además, de ciertas argucias. Por ejemplo, racionalizaba las compras para ir más seguido, es decir de lunes a viernes. Y hasta los sábados. Un día le sonrió. Otro tarde le agregó un tímido saludo mientras ella introducía el paquete de yerba y el sachet de leche en la bolsa. A la semana siguiente se atrevió a comentarle lo frío que estaba el tiempo. Estas digresiones meteorológicas eran simples anzuelos de conversación que arrojaba Gutiérrez. Siempre recibió de la cajera una sonrisa simétrica, calcada, perfecta en su longitud, pero quizá dibujada con un sesgo automático. Hasta que cumplido el mes, el ingeniero ejecutó la segunda fase del Operativo Bon o Bon.

Llegó a la caja con el paquete de yerba y el sachet de leche. La morocha los embolsó y tecleó el importe. Luego extendió el ticket sobre su enamorado, quien pagó la cuenta e hizo dos pasos hacia adelante simulando irse.

Pero Gutiérrez, soltando un breve carraspeo, retrocedió y extrajo del bolsillo del saco un chocolate Bon o Bon. Luego lo deslizó, sonriendo tímidamente, a centímetros de las manos de la mujer, mirándola con intensidad a los ojos. Ninguna dama se resiste a la tentación de un chocolate, había evaluado a la hora de concebir la estocada final. La cajera tomó el Bon o Bon, viró la cabeza hacia la góndola de las golosinas donde una compañera de trabajo estaba acomodando la mercadería y gritó:

-Che Susana, ¿a cuánto están los Bon o Bon?

Ladislao Anselmo Gutiérrez palideció. Sobreponiéndose al involuntario desaire, buscó otra vez la billetera y pagó el fallido regalo. Dicen que entró al bar con lágrimas en los ojos. Pero llovía y uno nunca sabe.

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