Historias VOLVER
El domingo en el Patio de Alondras conté con Pepo por primera vez una historia que encontré perdida buscando otra cosa en un suelto de Nueva Era del año 1946 bajo el título "Desagradable incidente". Eran apenas diez líneas escritas con la prosa pudorosa y remilgada de la prensa de la época, pero fue inevitable pensar en las carcajadas de los periodistas de la redacción del diario mientras la noticia iba de la máquina de escribir al taller, a la linotipo y de ahí a la rotativa.
La noticia iba a dar la vuelta al pueblo, primero por lo desmesurado del episodio en sí, y después por la historia que traía detrás -que no fue lo que provocó el hecho-, pero que sin duda proyectó aquella anécdota en los febriles mentideros del empedrado, calculo, hasta que llegó el hombre a la Luna.
Fue un choque absurdo entre un hombre que después de toda una vida de andar a pie había comprado un Ford cero kilómetro, y un coche fúnebre en pleno cortejo. Son pocos los vecinos a quienes se les puede adjudicar esa característica: no haber tenido nunca un auto. Hay sin duda un antes y un después del día que se cruza ese umbral. Consignemos que por lo general quien aprende a manejar de grande, maneja mal.
El relato funcionó a la manera de Hemingway y su teoría del iceberg: un cuento tiene dos historias. Ésa -la del ridículo choque es la que sobresalía, la que estaba en el centro de la escena-, pero la otra, la invisible, la gran masa de hielo hundida en el mar, era lo mejor de la trama: el que conducía el Ford (un tendero judío muy querido en el pueblo) que había comprado su auto en la agencia Ford de Silberman, una paisano suyo, se había enemistado por razones ideológicas con un médico comunista, también muy querido. En una época de fuertes pasiones políticas no se volvieron a dirigir la palabra ni el saludo. Ambos eran tipos muy queridos y respetados en la comunidad.
Siete meses después de la mañana en que casi se fueron a las manos discutiendo por el comunismo, el día del choque, el tendero judío, un inmigrante que detestaba todo lo que tuviera que ver con el color rojo pero un tipo erudito, afable, serio, que era totalmente precavido para manejar, sufrió una contingencia inesperada. Iba en el auto por Belgrano, lento, a veinte, a la altura de la Escuela 1, cuando atisbó un cortejo fúnebre deslizándose por Chacabuco hacia Avellaneda. En ese momento el tendero hizo dos cosas mientras seguía avanzando. Una, orar por el alma del finado, aunque no supiera quién iba en el fúnebre. La otra poner el zapato en el pedal de freno. Entonces, horrorizado, sintió que el pedal se hundía hasta el fondo y el Ford se iba encima del fúnebre, en plena esquina. Sin poder detenerlo se estampó de lleno contra el Kaiser Carablera, haciendo rodar el féretro por el empedrado, en medio del pavor atónito de los familiares de los deudos y los empleados de la cochería.
La historia cierra el círculo de infernal azar austeriano, cuando el tendero baja del auto y advierte que el muerto del ataúd escorado como un barco en la calle era el médico comunista con quien siete meses atrás se había peleado por Lenin, por Marx, por Stalin contra la lucha de clases y el triunfo del proletariado... Nadie le creyó que no lo había hecho adrede, por una suerte de rencor post mortem, y el tendero sintiéndose un miserable vendió el auto y abochornado se recluyó en su casa maldiciendo el día que se le había ocurrido salir de su condición de judío de a pie. Encontró algo de paz cuando el dictamen de "Frenos Pelengo", de la familia Vistalli, en el taller de calle Constitución, aseguró que, en efecto, los frenos se habían cortado al momento de accionar el pedal, y luego, cuando Emilia, la viuda del médico comunista, entró a la tienda, lo abrazó y le dijo que se quedara tranquilo, que el hecho había sido una fatalidad. Los frenos se habían cortado y todo lo demás fue una extraordinaria casualidad. Las diabólicas leyes del azar.
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