Historias VOLVER
Vaya a saber cómo será ahora -que tanto han cambiado los tiempos-, pero antes si no sabías bailar estabas en un problema no grave, no irreversible, pero digamos que en el abordaje hacia las mujeres -y bailar era esencialmente eso-, ya empezabas mal.
Mucho peor se ponía la cuestión si no te gustaba bailar. Eso sí que ya socialmente alcanzaba las cimas ominosas del pecado de no encajar. Bailar, la más democrática de las ceremonias, era algo que supuestamente estaba al alcance de todo el mundo y debía gustarle a todo el mundo.
Puede que sí, puede que no, pero nadie, por más amargo que haya sido, podía negar dos cosas. Una, la función terapéutica, por decirlo así, del baile; la otra, la perfecta excusa para cruzar el Rubicón e ir hacia la mujer deseada. Para que el baile tenga un sentido y, así lo expresa el tango, bailar sigue siendo una cosa de a dos (por algo el lugar común de que no hay baile que valga si uno de los dos no quiere).
Nadie, que recuerde, sabía bailar muy bien por entonces, digamos hace cuarenta años. Había un par de pasitos de moda y cada uno se las arreglaba como podía. El tema era llegar a la pista. Antes, en el frenético rechazo, en el rebote humillante, se revelaba sin anestesia la cara de la realidad. Sólo en el Pan y Queso, la elección de los equipos en el potrero -en el descarte sin piedad de los troncos- se notaba tan nítidamente para lo que uno no había nacido.
Bailar y planchar eran dos verbos que tranquilamente podían conjugarse juntos. El tornero Efraín González, natural de Villa Italia, ostenta el récord de 4901 cabezazos errados (en su monografía "Técnica del cabezazo en Unión. Apuntes de un rechazado", Efraín explica por qué el cabezazo que no se respondía era menos doloroso que el crudo monosílabo "no" que las damas proferían en las discotecas del interior de las cuatro avenidas). Es cierto que bailar era un ritual democrático pero no es cierto que era para todo el mundo. Quiérase o no, hay gente a la que le fue vedado ese placer.
Pero había otros que elegían no bailar sino su operación inversa: hacer bailar a los demás. No sabemos si disc-jockey se nace o se hace, pero da lo mismo. Eran los tipos que no necesitaban bailar para ser los más ganadores. Eso, al menos, dice el mito. El disc-jockey tenía la sartén por el mango y el mango también.
Tiendo a creer que bailar es una cosa que sucede en el pasado, como la lluvia de Borges. Que ese pasado quedó lejos, aunque siempre a lo largo del tiempo y por razones diferentes al ser humano el acto de bailar se le cruzará durante su existencia. La cronología sería así: empezaste bailando en los asaltos, seguiste en la discotecas, continuaste en los cumpleaños de quince, bailaste en tu fiesta de matrimonio, bailaste el vals en el cumple de quince de tu hija, y terminaste bailando en una fiesta retro, donde más retro que hay son tus pies.
Noticias de un DJ eterno: Claudio Crespi publicará su libro de memorias en ocasión de cumplirse, en marzo de 2025, los cincuenta años haciendo bailar a la gente. Jamás imaginé, cuando lo cruzaba en las fiestas del estudiante en los clubes del Tandil de los años felices, que lo iría acompañar en la escritura de ese libro. Nos hemos metido, ambos, en un lindo baile. El disc-jockey de dos generaciones, el más grande vendedor de fantasías que tiene la ciudad, ha decidido festejar a lo grande sus cinco décadas de pasión con la música. El libro empieza a buscar su título. Estamos probando. Una línea majestuosa de ese gran poeta que es Joaquín Sabina imbrica el trabajo de Claudio con la juventud de miles: la música, el baile, los sueños. El verso está en la canción "Jugar por jugar" y desliza esa metáfora tan linda y certera, eso de que bailar es soñar con los pies.
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