Demora para ver si se le pasa solo pero no: una semana después tiene que ir al oculista, ahora llamado oftalmólogo.

-Ojos secos -le dice la doctora.

Entonces empieza a enterarse que un día el cuerpo -se cree, la propia biología- se decide a producir lágrimas de baja calidad. Lágrimas de segunda. Son los años pero también el clima de época: vivimos entre pantallas y el síndrome de los ojos secos cada vez aparece más temprano y en gente más joven inclusive.

No se cura pero tiene tratamiento. Le hacen, por eso mismo, un test. El test de los ojos secos que va a determinar la terapia a seguir.

Sale de la clínica de ojos, cruza la plaza en busca de su auto, pensando en cómo la vida lo va despojando al ser de cada una de sus pertenencias, hasta -increíble- de sus lágrimas "tope de gama", diría, sarcástico, un conocido suyo. De las producción de sus lágrimas buenas.

Ha leído esto que sigue de un prestigioso oftalmólogo: "La córnea es el parabrisas y los párpados el limpiaparabrisas. Si funciona 'en seco' la fricción del limpiaparabrisas raspa al vidrio como el párpado raspa la córnea. Por eso produce la sensación de cuerpo extraño, arenilla, ardor, visión borrosa, visión de halos de colores, cansancio visual, pesadez de los párpados y sueño".

Cruza la plaza del tanque y entonces la ve. Es una chica, o mejor una joven, de entre veinte y treinta años, que sentadita en el banco, como si sólo en todo el Universo existieran ella y su tristeza ensimismada, llora. No se tapa la cara ni los ojos. Llora en silencio con lentas y caudalosas lágrimas que bajan por el tobogán de sus mejillas.

El hombre de los ojos secos se va a acercar, le va a preguntar qué le pasa y si la puede ayudar en algo. Y mientras cruza el cantero en dirección al banco piensa en las lágrimas que escasean y en las que abundan. En las lágrimas buenas y en las que ya están en liquidación. Todavía esa muchacha llora sin saber todas esas cosas.