AGUAFUERTES VOLVER

Cosas que pasan

Entonces de la Glorieta de la plaza se escucha a Larralde, al mismísimo cantor de Huanguelén. Se lo escucha desde lejos, desde, pongamos, la Universidá (el tilde en la "a" es para ir entrando en clima telúrico).

Es una voz potente y caudalosa, es el timbre grave clásico de José Larralde pero amplificado por un buen sonido teniendo en cuenta lo difícil que se le hace al cantor el desafío del aire libre. Hay gente, no mucha, pero se van juntando a medida que Larralde va pasando cada uno de sus hits. Hay algunos jóvenes, hay otros veteranos, hay mujeres y un tipo algo mayor en un costado, de campera y gorra, encorvado. En la Glorieta, sentado, con la guitarra acomodada a la manera en que interpretan los concertistas, con el diapasón en posición vertical, hacia arriba, y el instrumento apoyado en una rodilla.

El Larralde de la plaza es joven, es flaco, tiene una barba muy medida, no habla casi nada y canta. Toca con precisión, casi que le ha calcado el estilo de pulsar la viola que tiene el Larralde original. La voz no sorprende porque es la misma: digamos que se lo podría tomar por un imitador, un tipo que hace de Larralde, que toca y canta como el viejo milonguero, como su epígono más perfecto. Esa repetición le quita lo que un artista busca toda su vida: un estilo. Pero lo suyo lo hace bien.

De golpe, cuando concluye "Afiches", un tango que el Larralde original canta perfecto y su doble lo interpreta también de forma impecable, de golpe, sin aviso, el viejo de gorra, algo ladeado, sube las escaleras de la glorieta, se acerca al cantor y le empieza a hablar. Es casi un monólogo. Habla lento y largo, y no sabemos lo que está diciendo, y ese no saber, ese ignorar el motivo de la abrupta aparición de un hombre del público en la escena, provoca cierta inquietud, sobre todo porque el cantor lo escucha, primero con atención, luego un poco incómodo, porque el viejo se la está haciendo larga con la perorata.

Hasta que el joven Larralde lo apura, le dice que tiene que seguir la guitarreada, y el tipo baja las escaleras y se vuelve al rincón, y nadie sabe qué cosa le estuvo diciendo, misterio que tal vez sólo le importe a los que tratamos de escribir ficciones, es decir de crear una realidad, para decirlo a la manera de Borges: la literatura postula, crea la realidad. Pero lo real es otra cosa.

Ahora imaginemos. El fan del hombre que canta como Larralde está con unas copas de más, entonces por eso -por la mezcla de alcohol e ilusión óptica- se permite creer (y lo cree con total convicción) que ese joven morocho, flaco, de barba recortada, es Larralde. Y por lo mismo no va a tener nunca más en su vida la oportunidad de decirle cuánto lo admira y de qué forma lo han acompañado sus canciones a lo largo de su existencia. Es la hipótesis que más me gusta creer: que el viejo vio por fin a su ídolo, gratis, un atardecer de martes, en la glorieta de la plaza de su pueblo, y que le dedicó durante cinco minutos la forma oral de su admiración.

A decir verdad, mirándolo desde lejos -porque no hay derecho a acercarse y meterse en la escena- el gesto, la actitud corporal del fanático de Larralde, no parecía la de aquel que inclina su fidelidad y admiración ante su artista. Una mano subía y bajaba, y la boca del viejo estaba cada vez más cerca de la oreja del joven, como si le estuviera marcando algo: un error en la interpretación, en el arpegio de tal milonga, en el tono, en la modulación o en la prosodia. Hablando de eso: la prosodia del doble de Larralde era perfecta, se le entendía cada una de las palabras que cantaba, en clara diferencia con la ininteligible Shakira.

Desde las sombras del rincón de donde había salido y a donde volvió, el viejo escuchó la introducción del hito máximo de Larralde, el agobio existencial del hombre que se pregunta con insistencia quién le enseñó a ser bruto. El viejo aplaude. Una mujer se le acerca.

-El bruto fue usted que interrumpió al artista -le dijo la fanática de Larralde al viejo que la miró azorado. Corte de rostro, que le dicen.

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