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Entonces en el bar no se ponen de acuerdo: el Tucu cree que diciembre es el mes de la celebración y Roque lo palpita, si puede decirse así, deseando que pase lo más rápido posible.
Ya lo sabemos: el Tucu es más lineal. Para él diciembre debe festejarse porque es el mes en que nació Jesucristo y por eso mismo -acá viene el tema- el 8 hizo con su mujer lo que medio mundo: armaron el arbolito.
Pero Roque no. Es decir, Roque armaba el arbolito, lo había hecho durante años de su vida, como marca la tradición judeo cristiana. Lo había armado sin entusiasmo pero con una misteriosa lealtad. Hasta que un día esa lealtad empezó a ceder. Primero dejó de comprar cosas para el árbol, después que se le quemaron las luces no las repuso; otro año en que el árbol ya venía muy desvencijado compró uno pero de miniatura, un árbol que parecía un bonsái, y al fin, no hace tanto, dice, colgó la tradición y llegó el 8 de diciembre y pasó de largo sin mayores culpas.
Es cierto, dice ahora Roque en el bar, que no faltaron señales de aviso. Ese día, el 8, se cruzó con la vecina, a la que saludó como siempre, y ella le contestó con una gran sonrisa, y le dijo que estaba armando el arbolito. También en la tele le hicieron saber de la efeméride; en el centro se encontró con la cuñada que había comprado una Estrella de Belén, o algo parecido, para coronar el árbol que armaba, como siempre, en el mismo lugar de la casa, sobre la misma mesita y con los mismos elementos del pesebre que tiene desde hace veintipico de años.
Cuando en el bar se enteraron de que Roque no había armado el arbolito lo miraron raro, como si hubiera salido a la calle sin calzoncillos. "Vos te vestís y no te olvidás de ponerte el calzoncillo", le dijo el Tucu. Roque preguntó que tenía que ver una cosa con otra.
Pero cuando el Tucu se fue al baño -y sus excursiones al sanitario suelen ser largas- Roque se permitió hundirse en su interioridad, mandarse al fondo cenagoso de sí mismo y preguntarse por qué un día dejó de armar el árbol. La fe del todo no la había perdido, hacía rato que no se confesaba pero bueno, no se había convertido en un ateo. Pensó qué lo había llevado hasta ese acto que no supo muy bien cómo identificar. Desapego, tal vez. No era desprecio por la Navidad, ni sus símbolos, ni su liturgia. Pero desde que sus padres ya no estaban, pérdidas fundamentales a las que había que sumarles algunas otras, sintió que esa idea de familia, ese núcleo vital, esa sustancia definitivamente disgregada y disuelta en el cosmos del tiempo, lo había despojado de ciertos rituales que son constitutivos de la familia. José y María terminan siendo una familia cuando nace el hijo, Jesús, pensó. Y tal vez fuera eso por lo que detestaba diciembre, el mes de las pérdidas, el mes de las sillas vacías alrededor de la mesa, el mes donde primos, cuñados tíos y demás parientes que se detestan brindan levantando las copas al techo, para no contar que el arbolito solo funciona como tal si en la medianoche del 24 aparece rodeado de regalos.
Cuando el Tucu volvió del baño, Roque se preparó para fundamentar su argumento y decirle todo lo que había pensado, pero su amigo del bar lo abarajó con un tema tan menor que no supo qué contestarle.
-Lo que sí me tiene podrido de la Navidad y el Año Nuevo -dijo el Tucu- es la ceremonia de la pilcha. Hay que vestirse como para ir a una fiesta. Yo sueño con pasarla en malla y ojotas. Porque un lechón, querido, aunque sea frío, aunque lo hayas comprado ya listo para ponerlo en la mesa, se corta y se come así, en malla y ojotas. Así que este año habrá rebelión en mi casa. Yo ni siquiera de elegante sport, nada. Malla y ojotas, y al que no le gusta de la parentela se las toma y listo.
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