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Entonces me cruzo con Germán. Era uno de los mozos del pub Liverpool, en los tiempos de oro de ese lugar, tan de oro que mientras charlamos de aquel pasado que está lejos -más de veinte años- me dice esto.
-Pensar que yo, Elías, hice la casa con las propinas del bar.
Cuento esta charla por varias razones. La central tiene que ver con el oficio: escribir libros. Cuando uno está terminando un libro todas las energías puestas allí, como un imán mental, atraen algo de eso que estamos escribiendo. Y de golpe, ya en la última página del libro con las memorias del Bar Ideal, aparece Germán, que hace mucho tiempo que no veo, y que era un mozo muy eficiente y muy cordial. Un mozo que tenía algo de aquellos viejos mozos del siglo pasado que habían aprendido muy de abajo el oficio, hombres de estricta chaqueta blanca, de moño negro, de zapatos y medias negras, que tardaban un largo tiempo hasta que el patrón consideraba que ya estaban aptos salir al salón. Y mozos que establecían, como Germán, un vínculo con los parroquianos.
-¿Con las propinas que ganaste en Liverpool te hiciste la casa?
-Tal cual. Ganábamos muy bien y la propina era muy generosa.
Germán tiene la risa de siempre. Los años no le han quitado ese carisma de tipo simple, llano y afectivo.
-¿Y ahora qué hacés? ¿Colgaste la bandeja?
Se ríe.
-Sí, hace bastante. Ahora reparo máquinas de café -dice.
Le comento que cuando paso por la esquina donde estaba Liverpool trato de no mirar. Las mejores horas con amigos que ya no están en este mundo (Dipi, Aníbal, René) las pasé en ese bar tan inglés, tan elegante. Pero no sólo desvío la mirada para evitar la memoria de lo perdido, sino, sobre todo, para no toparme con ese gélido adefesio que se implantó en la esquina de San Martín y 9 de Julio.
-Un enorme freezer colmado de autos cero kilómetro -le digo a Germán.
Si bien es cierto que no hay concesionarias de autos que irradien belleza, la que abrió sobre la tumba de Liverpool es tan horrenda que acentuó la tendencia: el centro viejo está cada más feo y más viejo, razón por cual, además del propio crecimiento de la ciudad, se siguen multiplicando pequeños centros comerciales incluso en las afueras de las cuatro avenidas.
Me quedo pensando en las propinas con que German se hizo su casa. Pienso qué lugares gastronómicos de hoy empardarían aquella fuente próspera en propinas. Tierra de Azafranes (y no lo digo por mi amistad con Riki sino porque es un dato irrefutable) es un lugar de propinas muy altas. El Ideal de los setenta y ochenta era propinero con un detalle de época: sus parroquianos solían estacionarse en el bar de dos a tres veces por día. Esas largas estancias en el boliche estaban en simetría con algo que recordó Abelardo Castillo cuando escribió su artículo "Café con Inmortales". Escribió Castillo, en su homenaje a Los Inmortales, al final del artículo y que yo tomé como epígrafe para el libro del Ideal. "Lo mejor es terminar con una broma, como se acostumbra en estos casos. La hizo un poeta francés. Alguien lo felicitó por su tenaz presencia de todas las tardes en el Café Vachete. Él dijo: -Yo no le llamo a esto venir al café. Antes, yo llegaba a las ocho de la mañana y salía a las cinco de la mañana del día siguiente. Eso es lo que yo llamo "ir al café".
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