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Los que vuelven

Ya sabemos que esto pasa en Navidad. O mejor dicho: en la inmediata víspera de Navidad. Es el habitual evento, por decirlo así, del que vuelve. Del que habiendo nacido aquí se ha ido, está más o menos lejos, Buenos Aires, por ejemplo, la Gran Metrópoli, y vuelve, digamos, muy de vez en cuando.

Las fiestas es un regreso clavado. La Navidad, el Año Nuevo, lo han estado esperando todo el año. A él y a muchos más. Porque los que vuelven no son pocos, no son una minoría. Vuelven y se nota, sobre todo en el centro viejo. Como si se dejaran abducir por las propiedades magnéticas del embudo de cuatro cuadras, el centro viejo, que como ya hemos dicho está algo tristón y algo feo, pero conserva, aunque raleado, su poder de convocatoria.

Algunos de los que vuelven hacen un arqueó contable de su nostalgia. Pasan por el frente de los comercios y sus cerebros reproducen como fotogramas secuencias del ayer. Entonces se dicen a sí mismos o al que los acompaña:

Mirá, acá estaba Lucky. Acá la foto óptica de Rembrandt, acá Bolichito Blanco. Acá la peluquería de las chicas Demarco. Y acá el bar Rómulo (y se queda mirando el frente de la librería Nancy como si todavía, por unos de esos milagros de la serie "Cien años de soledad", del fondo del salón pudiera emerger la figura del creador del bar, de Melquíades Furlanis, el Gordo Furlanis. Algunos de los que vuelven, entonces, vuelven con todo no hacia el presente sino que van a caer derechito al pozo cóncavo del pasado, ese sol que un día se apagó y que sus voces, al nombrarlo, intentan encender otra vez.

Pero hay excepciones. Por ejemplo Luis, un conocido de los que hace algo así como cuarenta años, mucho tiempo, se fue. A estudiar, a trabajar, y se fue y se llevó lo más preciado que tenía: la convicción de que su vida estaba en otro lado, eso de que la patria es el lugar donde podemos hacer lo que amamos. No hay, entonces, ni pesadas ni livianas nostalgias en Luis. Estamos en uno de los vértices de la Vuelta al Perro, nos hemos reconocido con humor (canas, kilos, golpes, en fin, años) y me gusta que el tema de charla no sea la ciudad en sí, sino la época. Luis tocó los sesenta años, una edad que es una fatalidad por lo inevitable pero también una oportunidad, la que confiere cierta ligera resignación: el tiempo pasó y hay que hacer todo lo que uno quiera porque el libro de la vida, ponele, entró en las páginas finales. A Luis no le importa nada en absoluto el cambio topográfico de la comarca sino la adaptabilidad de nuestra especie (así, jocosamente, lo dice) nuestra especie, nuestra generación, para sobrevivir a los avatares de la época, sobre todo a la tecnología, con la cual o te hacés amigo o te pasa por encima, dice. Hemos pasado sin escalas de la máquina de escribir a la Inteligencia Artificial, observa Luis, con un poder de adaptabilidad sorprendente, el mismo que tuvieron nuestros abuelos que pasaron de un día para otro de ver el carro con que llegaba el lechero al hombre en la Luna.

Entonces, dice Luis, concluyendo, me cago en la nostalgia. Yo, dice, más que nunca sigo viviendo en presente. Y no me importa en absoluto qué cosa había acá hace cuarenta años (señala la fachada de Pluscolor), sino lo que ahora, que acabo de llegar, está. Porque los lugares, dice, también somos nosotros, también están hechos del aquí y ahora.

No todos los que vuelven para las fiestas, a metros de la Navidad, lo hacen como si viajaran hacia el túnel del tiempo, para en cierto modo regodearse con lo perdido. Y además (pavada de pregunta), ¿qué es el tiempo? Podemos entonces cerrar esto con Borges: "Siempre podremos decir, como San Agustín: 'Si no me lo preguntan, lo sé. Si me lo preguntan, lo ignoro'. No sé si al cabo de veinte o treinta siglos de meditación hemos avanzado mucho en el problema del tiempo. Yo diría que siempre sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente Heráclito en aquel ejemplo al que vuelvo siempre: nadie baja dos veces al mismo río. ¿Por qué nadie baja dos veces al mismo río? En primer término, porque las aguas del río fluyen. En segundo término -esto es algo que ya nos toca metafísicamente, que nos da como un principio de horror sagrado-, porque nosotros mismos somos también un río, nosotros también somos fluctuantes. El problema del tiempo es ése. Es el problema de lo fugitivo: el tiempo pasa. Vuelvo a recordar aquel hermoso verso de Boileau: 'El tiempo pasa en el momento en que algo ya está lejos de mí'. Mi presente -o lo que era mi presente- ya es el pasado.

Entonces, en el carpe diem, en el aprovecha el día, en el tiempo del aquí y el ahora, feliz navidad para todos.

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