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Chiste al filo, la primera historia de 2025

A las 9 de la mañana del primero de enero -o sea hoy, ahora- entra un audio de guásap. Es un periodista con el que de vez en cuando intercambiamos chismes graciosos o bizarros. El audio es largo. "Fijate lo que pasó anoche", empieza. Lo voy a contar así, en presente continuo

En una distinguida casona de la ciudad ubicada en esa zona paqueta que ha crecido a espaldas del Cerrito, en una de esas calles con grandes y bellos palacetes que parecen haber sido construidos con la suficiencia gélida de ser la única cosa que se encontrará en el vasto Universo, se está festejando, como en todas las casas de la ciudad, la fiesta de fin de año. Ya sabemos: hay familias que viven la fiesta de Año Nuevo con amor genuino; hay otras que la transitan como un vía crucis inevitable.

En nuestra historia están los que habitan la casa, los familiares sanguíneos y políticos, y un tío que hace tres años vive en París y que en razón de la tandilura (nostalgia por cierto pueblo ubicado al sur de la provincia de Buenos Aires, F. Cabral dixit) se tomó el avión y decidió recibir el 2025 en nuestra ciudad. Le dicen el Tío Francés y es conocido por dos cosas: porque nunca se sabe de qué trabaja y por su consagrada reputación a las bromas más o menos pesadas. Un Homero Fortunato del siglo XXI. Es un tipo que, obviamente, ama las fiestas. Pero claro, tres años en París, entre las luces y el glamur parisino, le han acentuado su toque frívolo, ciertos modismos de una elegancia algo sobreactuada, aunque es portador de una irresistible simpatía. Un bon vivant, un playboy algo grande (45 y pico pirulos) que no se parece mucho al tipo medio provinciano que un día se las tomó.

El dueño de casa es un hombre de posición económica holgada y muy discreta instrucción. Todo esto me lo cuenta el periodista en su largo audio. Además, estaba algo malhumorado porque la lluvia le había arruinado la "artillería" de fuegos que había comprado para reventar la noche en el jardín.

De golpe, cuando han terminado de comer el plato principal y están a quince minutos del brindis, ocurre un hecho trivial. El hombre de la casa, el dueño del palacete le pide un escarbadientes a su mujer, quien -según hace saber por razones de educación- no los ha puesto en la mesa.

-Dale, traéme el palillo que tengo atravesado un pedazo de carne entre el gancho da la prótesis y el diente -dice el anfitrión un tanto brutalmente, ilustrando su pequeño problema bucal.

La mujer se incomoda. Le sugiere al marido que vaya a la cocina, es decir que por elusión le hace saber que haga lo que tenga que hacer con el escarbadientes fuera de la mirada de los invitados. "¡Pero che, si estamos en familia!", protesta el hombre, molesto, y ya en un tono imperativo vuelve a reclamar su escarbadientes. Momento central en el relato donde el Tío Francés se levanta de la silla con una gracia propia de su aire mundano, y recargado por el adobe mental de las tres o cuatro copas de Rutini que se mandó a la bodega, va hacia la cabecera de la mesa.

Un silencio de anticipación (un mal presagio) cae a plomo sobre la atmósfera del comedor. Son unos pocos segundos donde sólo se escucha la resonancia furtiva de la lluvia contra las tejas. Los invitados observan. El Tío Francés se planta delante del dueño de casa y le dice en tono de joda: "Querido, nosotros en Europa tenemos todo pensado". Y dicho esto del bolsillo interior del saco, con un movimiento similar al mago que está por completar un truco, saca una cajita rectangular de oro macizo. El hombre de la casa piensa que eso es una cigarrera y le dice que no, que él no fuma.

-No es tabaco, Monsieur -dice, grandilocuente, el Tío Francés, y abre el pequeño cofre.

Una fila de treinta escarbadientes perfectamente ordenados en su envoltura y simétricos entre sí aparecen ante los ojos del dueño de casa, quien muy sorprendido pregunta textual:

-Oíme, ¿esto lo aprendiste en Francia? ¿Un porta escarbadientes de oro?

-Claro -dice el Tío Francés y suelta una carcajada de esas que largaba El Guasón, ruidosa e histérica, tras lo cual, divertido, remata-: El oro es para la fineza; el escarbadientes para la vulgaridad.

Es cierto: era un chiste al filo, en el borde, sobre todo en estos tiempos de baja tolerancia o escaso intelecto para un contragolpe mordaz por parte del agraviado. Al hombre de la casa le llevó de cinco a diez segundos el tiempo de reacción: cuando dedujo que su cuñado lo estaba tratando de bruto con plata, agarró del pico la Rutini vacía que tenía más cerca y se la asentó en la cabeza de nuestro tandilense afrancesado.

El periodista cierra el mensaje con un dato alentador: a pesar del chichón que a esta altura de la mañana debe parecer el Monte Everest, no hubo que requerir los servicios de la ambulancia, pero el brindis quedó para el año que viene.

Hay algunas fiestas de Año Nuevo empeñadas en revivir esas reuniones de familias que encubren por unas horas ciertos rencores insepultos, grietas políticas irreparables y envidias propias de la condición humana. Son las que oscilan desde antaño como lo hacía la Piedra Movediza, en un equilibro inestable, sabiendo que una de esas noches se va a venir abajo.

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