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El enano

Ayer me pidieron que contara otra vez esta historia, que es una perla del absurdo. La escribí hace poco más de veinte años, en una contratapa que hacía los domingos en el diario El Eco. La vuelvo a publicar sin tocarle una coma (por entonces Oscar Scarcella estaba vivo). Me la contó Juan Bisogni en aquellos días en que yo andaba recopilando anécdotas para un librito. La anécdota (un género muy infravalorado) es perfecta porque tiene sus tres condiciones para serla: es breve, es muy graciosa y es verídica.

EL ENANO

Aún hoy, veinticinco años después, Juan Bisogni no puede creer lo ocurrido. El episodio merece el más certero corrido mexicano que se haya escrito hasta la fecha: La muerte no mata nada, la matadora es la suerte.

El propietario de Nan-qué lo sabe mejor que nadie. También, a la hora de la confesión, dice que si todavía se atreve a memorar la historia es porque los dos protagonistas de la misma están vivos, de manera que las almas escépticas, si la desconfianza tiene lugar tras la lectura de este relato, pueden consultar tanto al mencionado Bisogni como al comerciante Oscar Scarcella.

La historia en cuestión vuelve a poner en el tapete el milenario debate en el que se enfrascaron los filósofos de todas las épocas. ¿Qué llegó primero? ¿El Azar o el Destino? Los hombres que creen en la suerte sostienen que el azar gobierna las cosas de este mundo. Todo lo que ocurre es atribuido a la casualidad. Contra los exégetas del Azar aparecen sus adversarios de siempre: los fatalistas. Son los hombres que creen en el mapa ineluctable del Destino. Por ello suelen citar la sentencia árabe conocida bajo el título de Maktub, que quiere decir, de manera literal, estaba escrito. O también: era el destino. Aquí los hombres cifran el dictado de las cosas a una creencia que haría irreversible cualquier intento de cambiar algo: todo está escrito de antemano por la pluma de un Dios omnisciente. Juan Bisogni no sabe a qué atribuir la génesis del episodio. Si lo ocurrido fue una obra maestra del azar o una jugarreta insólita del Destino. Pero que pasó, pasó, y nadie de los presentes ha podido olvidarlo.

Hace veinticinco años Juan estaba parado en la puerta de su negocio. Era una mañana de primavera con un cielo diáfano. De golpe vio llegar al vecino Oscar Scarcella, quien entonces era propietario de la mítica Calzados Tresam. Oscar venía de a pie por la vereda de la calle San Martín flanqueado por dos hombres de traje negro y corbata. Cuando iban pasando frente a la galería, Juan detuvo a Scarcella y le dijo en ese tono jodón que todos le conocemos:

-¡Oscar, anoche te vieron de la mano con el enano!

Era una broma típica del comerciante. Pero los tipos, que no lo conocían, se miraron entre sí y luego lo miraron a Scarcella. Oscar, colorado, agarró del brazo a Bisogni y se lo llevó a un rincón.

-Juan, dejate de joder. ¿No ves que estoy con dos vendedores de Buenos Aires?

-Bueno, che, no te pongas así. Fue un chiste...

El entonces zapatero y sus proveedores porteños siguieron camino. Bisogni entró al negocio y se olvidó del asunto hasta las seis de la tarde de ese mismo día. A esa hora se mandó al Café 606. Cuando entró vio que en la barra estaba acodado su amigo Scarcella acompañado por el dúo porteño de traje y corbata. Charlaban animadamente de suelas, precios y zapatos. Juan se acodó al lado de ellos y no había terminado de acomodarse en la butaca cuando sintió que la puerta del boliche se abría. Entonces de la nada misma, del más remoto desierto de los imposibles, apareció... ¡un enano! Fue hasta la barra, se puso en puntitas de pie al lado de Scarcella y pidió un cortado. Los porteños, perplejos, espantados, lo miraron a Scarcella como si estuvieran viendo a un mayúsculo pervertido. Oscar, incómodo, ruborizado, empezó a carraspear sin saber qué decir y Juan Bisogni, tentado, tuvo que huir al baño para no hacerse encima de la risa.

Todo lo demás fue inútil: de nada sirvió que Oscar les explicara a sus proveedores que nunca en la vida de Dios la ciudad había registrado como vecino a un enano. Que no tenía idea de dónde había salido la miniatura de su desgracia, que todo aquello había sido obra de la casualidad, del destino, de un inmenso, confabulado y estrepitoso error al que nunca nadie jamás le encontraría una explicación.

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